Wednesday, August 22, 2007


BOGOTÁ 39: LA APUESTA DE LA NUEVA LITERATURA LATINOAMERICANA

A veces, como en el caso del Boom, una generación literaria es descubierta como tal debido a la calidad de las obras literarias y cierta coincidencia en el momento en que éstas fueron publicadas. Otras, como ocurrió con la generación anterior –McOndo, el Crack--, el ingreso al escenario se debe a la propuesta agresiva de los mismos autores, a través de manifiestos y antologías. La nueva generación latinoamericana aparece de otra manera: gracias a la intención del prestigioso festival literario galés de Hay-On-Wye de convertirse en un proyecto global. Hay se ha expandido a España (Segovia), y ahora a América Latina, con el congreso dedicado a la nueva narrativa que se celebrará este fin de mes en Bogotá. La idea original era simple pero muy efectiva: invitar a ese congreso a los 39 escritores menores de 39 años “más representativos” del continente. Para tal efecto, se solicitó la opinión de escritores, críticos y lectores; hubo más de dos mil votos. Tres importantes miembros del establishment literario colombiano –Héctor Abad, Piedad Bonnett y Oscar Collazos--, se encargaron de hacer la selección final.
En la lista de Bogotá 39 hay escritores muy conocidos: el mexicano Jorge Volpi y el peruano Iván Thays, que en realidad pertenecen a la generación anterior; el colombiano Juan Gabriel Vásquez, cuya Historia secreta de Costaguana (Alfaguara) lo convierte en uno de los mejores novelistas del momento; Junot Díaz, Santiago Roncagliolo, Gonzalo Garcés. También se encuentran escritores de gran proyección: Guadalupe Nettel, Wendy Guerra, Alejandro Zambra, Álvaro Bisama. Con ellos coexisten escritores que todavía no son conocidos fuera de sus países, como María Gabriela Alemán y Carlos Wynter Melo. El modelo para seleccionar a esta generación es de la revista inglesa Granta, que desde hace un par de décadas lanza, de tanto en tanto, números dedicados a “Los mejores jóvenes novelistas ingleses”. Hay algunas diferencias: en la última selección enfocada en la literatura norteamericana, se define como escritor joven a alguien menor de 35 años --no de 39, como en el caso de Bogotá--, y, en el estilo directo de los anglosajones, se habla de “mejores escritores”. En el caso latinoamericano, hablamos de “más representativos”. De hecho, en la lista de Bogotá 39 hay un esfuerzo notable de inclusión: diecisiete países del continente están representados. Si vamos a ser justos, probablemente la mitad de la lista debía estar conformada por escritores de los países con mayor tradición literaria (Argentina, Cuba, México), pero el esfuerzo de inclusión tiene muchas cosas positivas; nos permitirá, por ejemplo, descubrir qué se está escribiendo en El Salvador o Paraguay, países que suelen pasar desapercibidos en un continente de compartimientos estancos en que los productos culturales no circulan con facilidad de un mercado a otro.
Otra decisión acertada de los organizadores es la de incluir a Brasil, país que, pese a su importante producción cultural, en el caso específico de la literatura permanece aislado en América Latina. Sabemos de Jorge Amado, Drummond de Andrade y Guimaraes Rosa, pero no de los nuevos. En los últimos años ha habido un impulso muy fuerte en Brasil para traducir a más escritores latinoamericanos al portugués; es hora de que las editoriales que publican en español devuelvan al favor y traduzcan a los autores brasileños jóvenes. Bogotá 39 ha escogido a cuatro autores: Joan Paulo Cuenca, Adriana Lisboa, Santiago Nazarián, Verónica Stigger. Es apenas la punta del iceberg, pero por algo se comienza.
También se debe destacar el hecho de que dos de los treinta y nueve autores escriban en inglés: el dominicano Junot Díaz y el peruano Daniel Alarcón. Ambos son también considerados escritores norteamericanos; de hecho, Alarcón fue incluído por Granta en su reciente lista de “mejores escritores norteamericanos”. Para los puristas del continente, Díaz y Alarcón incomodan, pues su adscripción a la literatura latinoamericana no es muy clara. Sin embargo, son tanto una señal de los tiempos que vivimos como un signo de lo que vendrá: los flujos migratorios, el crecimiento de la población de origen latinoamericano en los Estados Unidos, harán que cada vez sean más frecuentes los escritores con identidades duales, pertenecientes a más de una tradición a la vez.
Como en todas las listas, hay omisiones injustas: los más obvios son la chilena Lina Meruane y el peruano Luis Hernán Castañeda. Cada país tiene su propia lista de excluidos; en el caso de Bolivia, pienso en Giovanna Rivero, Wilmer Urrelo, Maximiliano Barrientos y Juan Pablo Piñeiro, todos ellos con los méritos suficientes para ser incluidos.
El colombiano Ricardo Silva, uno de los autores incluidos en Bogotá 39, señala: “Las generaciones son hechos. Cada una tiene sus mitos, sus héroes, sus errores. Y ésta, según me parece, es una generación de parodiadores, de reorganizadores de la historia, de contadores de chistes, con la que me siento plenamente identificado. Me gusta, también, que cada uno tenga su propia voz, que nadie se imite, que cada quien juegue a su manera”. Quizás Silva se adelanta un poco al tratar de definirla; una generación tan numerosa como la de Bogotá 39 es por necesidad ecléctica. Sólo el tiempo nos permitirá apreciar con claridad sus contornos. Lo importante, por ahora, es que la literatura latinoamericana está siendo ampliamente renovada. Circulan por ahí, más saludables que nunca, nuestros clásicos (García Márquez, Vargas Llosa); hay un par de generaciones intermedias con mucha presencia (Alonso Cueto, Horacio Castellanos Moya, Mario Bellatin, Mayra Santos); ahora, gracias a Bogotá 39, tendremos la oportunidad de conocer a autores de gran futuro como Rodrigo Hasbún y Claudia Hernández.

Tuesday, August 14, 2007


LOS CUENTOS “LIMPIOS Y BIEN ILUMINADOS” DE HEMINGWAY

Para un escritor, el descubrimiento de Hemigway es uno de esos hitos que marcan la vida. Cuando me tocó a mí, Las frases cortas, la engañosa sencillez de la prosa, hicieron que me dijera: “esto es fácil, esto puedo hacerlo”. Gracias a Hemingway, la literatura dejó de intimidarme. Todo era cuestión de encabalgar una palabra tras otra de la manera más lineal posible, hasta que el relato quedara narrado.
Esa sensación de facilidad tenía algo de misterioso. Para alguien que había crecido con los fuegos artificiales de Borges y Cortázar, parecía que los cuentos de Hemingway terminaban tres páginas antes de lo necesario. Uno llegaba al final de “Colinas como elefantes blancos” y se preguntaba: “¿eso es todo?” Un par de días después, la respuesta llegaba de manera imprevista: no, no lo era. Hemingway se había concentrado en contar lo que ocurría en la superficie –la famosa “punta del iceberg”— y había dejado apenas sugeridas las complejas corrientes psicológicas en las que nadaban sus personajes, de modo que descubrirlas fueran un trabajo del lector.
La reciente reedición de los Cuentos de Hemingway (Lumen: Barcelona, 2007), con una nueva e impecable traducción de Damián Alou y prólogo de García Márquez, confirma que los relatos del escritor norteamericano no han envejecido un solo día (las novelas son otra historia). Leer el libro es como encontrarse con una serie intimidatoria de grandes éxitos: “Los asesinos”, “Un idilio alpino”, “Un lugar limpio y bien iluminado”, “Las nieves del Kilimanjaro”, “La breve vida feliz de Francis Macomber”… La lista podría continuar por un buen rato.
A estas alturas, ya sabemos que el siglo veinte ha dado pocas prosas más complejas que la de Hemingway. Son muchos los escritores que darían su vida por escribir una frase con esta precisión y belleza: “Primero venía la tierra cubierta de agujas de pino que cruzaba los abetos detrás de la casa, donde los troncos caídos se convertían en polvo de madera, y donde unas astillas largas de madera colgaban como jabalinas en aquel árbol alcanzado por un rayo” (“Padres e hijos”). Hemingway decía que había aprendido a escribir así en sus visitas a los museos parisinos; allí, a la hora de las descripciones, los cuadros de Monet y Cezanne le habían enseñado mucho más que sus admirados Dostoievski y Tolstoi.
Por otro lado, para quienes admiran hoy los diálogos elusivos de DeLillo, lo cierto es que Hemingway llegó primero: “Queremos dos Anís del Toro”. “¿Con agua?” “¿Lo quieres con agua?” “No lo sé. ¿Con agua es bueno?” “No está mal”. “¿Los quieren con agua?” “Sí, con agua”. “Sabe a regaliz”. “Es lo que pasa con todo”. “Sí. Todo sabe a regaliz. Sobre todo las cosas que has querido probar durante mucho tiempo, como la absenta”. “Oh, basta ya”. “Has empezado tú” (“Colinas como elefantes blancos”). Ese diálogo lacónico transmite una visión del mundo tan austera como dura, y llegó a ser muy influyente para el film noir. El Marlowe de Raymond Chandler, en las películas de Humphrey Bogart, habla como un personaje de Hemingway.
Sí, se trata de un mundo muy masculino, en el que los hombres parecen pasarla mejor con otros hombres que con las mujeres, y se aprenden cosas prácticas de caza y pezca (cómo cortar una trucha, por ejemplo), y como dar fin con una relación sentimental. Sin embargo, si bien el escritor se convirtió en el prototipo legendario del escritor “macho”, sus cuentos están llenos de personajes frágiles y traumatizados, más sensibles de lo que uno supondría al ver una foto de Hemingway en un safari. En cuentos como “El gran río Two-Hearted”, Nick Adams se convierte en el personaje central de la “generación perdida”: golpeado por la sangre y la muerte de la primera guerra mundial, Nick es, pese a su juventud, un hombre con muchísima experiencia a cuestas, tan sólo deseoso de hacerse de un hogar que lo proteja.
Un lugar común quiere que los escritores europeos sean los expertos para narrar la alienación existencial. Para mi gusto, Hemingway ha escrito el mejor cuento de alienación existencial: se llama “Un lugar limpio y bien iluminado”. Dos camareros hablan en un café. El más joven quiere que los clientes se vayan temprano, para así poder cerrar el local. El de más edad siente que la luz del café, encendida hasta muy tarde, es un faro para los desesperados, los que intentan suicidarse y no tienen un lugar en el mundo. El camarero de más edad no sólo quiere ayudar a los demás; la angustia espiritual es también suya: “¿Qué le daba miedo? No era miedo ni pavor. Era una nada que conocía demasiado bien. Todo era una nada y un hombre también era una nada”.
Los cuentos de Hemingway son un lugar limpio y bien iluminado, un faro que nos protege de la nada, al menos por un tiempo.