Wednesday, September 05, 2007


LA HABANA EN RUINAS DE ANTONIO JOSÉ PONTE

Cuba es una isla, pero la literatura cubana es todo un continente. Los grandes autores, o aquellos con vocación de clásicos, no dejan de aparecer; en la última hornada, se puede pensar en Ena Lucía Portela, José Manuel Prieto y Antonio José Ponte.
Más de un crítico ha recalcado que Ponte, en su estilo austero, lacónico, no parece un escritor cubano. Lo cierto es que ya era hora de que apareciera un narrador que nos evitara recurrir a tontos determinismos geográficos. Lezama, Sarduy, Prieto se regodean con el lenguaje no necesariamente porque lo barroco tenga una relación directa con la cualidad tropical de la isla caribeña de la que han salido; Ponte es un gran escritor cubano aunque se falta de estridencias retóricas lo convierta en una suerte de rara avis de las letras de la isla.
La fiesta vigilada es una serie de cuatro ensayos narrativos con deudas bien pagadas a Graham Greene, a Sebald, al ensayista Tim Garton Ash. La intención de Ponte parece salida de una de esas películas de zombies o de ciencia ficción, en la que hay un cataclismo nuclear y de pronto nos encontramos con el único sobreviviente entre las ruinas. En el caso específico de Ponte, el escritor cubano quiere ser el último testigo del apocalipsis del régimen cubano. Mientras la gran mayoría de los escritores cubanos deciden escapar (la gran mayoría de los cubanos y punto; Todos se van, es el título emblemático de la novela de Wendy Guerra), el de Ponte es un recorrido inverso. Ponte quiere quedarse en la isla para narrar el fin de un período. Su gran escenario es La Habana, esa ciudad que se desmorona y que en palabras del escritor se convierte en “escenario de una guerra ocurrida nunca” (204). Aunque los temperamentos son muy distintos, hay más de una coincidencia entre la obra de Ponte y la de Pedro Juan Gutiérrez, ese otro interesante (aunque repetitivo) narrador entre las ruinas.
Ponte es un ensayista lúcido, que sabe narrar ideas, encontrar la carne necesaria para desgranar en anécdotas una teoría. Hay algo impredecible en sus textos: de pronto, nos encontramos con Sartre de testigo en los días iniciales eufóricos de la revolución cubana, y pasamos por Susan Sontag y llegamos sin darnos cuenta cómo a una disquisición acerca de los personajes de Chejov. La narración fluye, siempre anclada en imágenes poderosas: Sartre sufre en La Habana de “retinosis pigmentaria”, una enfermedad de los ojos que resulta ser inventada (y que le impide ver de veras lo que ocurre en Cuba); la “estática milagrosa” es la forma en que muchos edificios habaneros “se mantienen en pie pese a que las leyes físicas más elementales suponían su desmoronamiento” (173); la “fiesta vigilada” es la forma en la que el régimen de Castro, apenas se instaló, fue ahogando al arte y a las diversas manifestaciones populares en las calles, de manera que al final lo único que quedaba era una sociedad de delartores, gente que vigilaba a sus vecinos y estaba dispuesta a venderlos por lograr pequeñas concesiones del régimen.
Ponte no necesita levantar el tono de voz para entregarnos uno de los testimonios más condenatorios de la dictadura castrista. La política revolucionaria ha conseguido “extrañar La Habana a sus moradores’, de modo tal que “ninguno parece responder por ella… Resulta paradójico haber llegado a este punto por vías que prometían lo contrario, mediante leyes aparentemente auspiciosas, en medio de un optimismo multitudinario” (197). En el último ensayo, Ponte, como en la reciente película alemana Las vidas de los otros, va al Museo de la Inteligencia en busca de los expedientes secretos que da cuenta de los años en que ha sido espiado por el régimen. No encuentra nada, lo cual, en el fondo, no significa mucho. La política de vigilancia y delación ya ha dado resultado. La fiesta ya ha sido clausurada, tanto en las calles como en el interior de uno.
Antonio José Ponte ya no vive en Cuba. La fiesta vigilada es una confesión desde adentro, y también una despedida. Seguro que, sin embargo, en las futuras generaciones de escritores tendremos más “últimos testigos” de una dictadura que, como la estática milagrosa de Ponte, se las ingenia para no desmoronarse a pesar de que todo indica que debía haberse caído hace mucho tiempo.