Saturday, April 28, 2007


JOHN BANVILLE Y BENJAMIN BLACK: EL OTRO, EL MISMO

Cuenta el escritor irlandés John Banville que, en un momento de su vida en que se encontró bloqueado, sin poder escribir, conoció a Benjamin Black “en un edificio de departamentos anónimos justo enfrente del río del Bar Temple”, en el barrio latino de Dublín. La atmósfera de Black la componían “niebla, carbón, arena, vapores de whisly y humo viciado de cigarrillo”. Así se podía entender que el mundo de la primera novela policial de Black, Christine Falls, fuera un descendiente directo de las novelas existencialistas de Simenon.
Black es el seudónimo usado por Banville para escribir novelas policiales con el patólogo forense Quirke como protagonista, o mejor, en palabras de Banville, “Black es una buena manera de ser otro sin dejar de ser el mismo”. ¿Las formas de ser otro? Black le dice a Banville cuáles son las diferencias principales en la ficción de ambos: “Tú dedicas tus páginas a la especulación de por qué este o aquel personaje hizo esta o aquella acción sin nunca dar la más mínima respuesta. Ese es tu tipo de fenomenología, si me permites una de las grandes palabras por las cuales eres criticado. Mi camino es por el camino de la acción. Lo que mi gente hace es lo que son, ¿sabes que uno de tus títulos, El libro de las pruebas, habría sido mejor usado por mí? Tu libro piensa; mi mirada, mira y reporta, ¿verdad?”
Con todo, hay cosas que no cambian en el paso de Banville a Black. El ganador del Booker por El mar y autor de novelas tan notables como Eclipse, uno de los estilistas más destacados de la literatura contemporánea en inglés, mantiene como Black la calidad de su prosa, su capacidad para crear atmósferas y encontrar el detalle capaz de condensar la vida interior de un personaje. Christine Falls no es una novela policial más; es un magnífico tratado de escritura creativa. Cada frase está viva, y tiene una especificidad que salta de las páginas y nos convence, una vez más, que el genero policial puede ser alta literatura si cae en manos apropiadas.
En los primeros párrafos, nos enteramos que Quirke era un huérfano adoptado por un juez poderoso, y que tiene una relación tensa con su hermano adoptivo, el ginecólogo Malachy, pues éste se casó con la mujer que Quirke amaba. Cuando Quirke descubre a Malachy alterando el certificado de defunción de una mujer llamada Christine Falls, todo está preparado para una trama intensa (y engañosa) sobre la rivalidad entre hermanos. Quirke investigará la muerte de Christine, y se enterará de una siniestra conspiración de adopciones que va de Irlanda a Boston y en la que se hallan involucrados miembros de la jerarquía católica.
Eso no es todo: el lector también descubrirá la verdad acerca del padre y la hija de Quirke. Pese a que Benjamin Black dice que lo suyo es la acción, cada personaje que aparece en la novela está explorado a fondo, tiene textura. Christine Falls es una contradicción: está escrita para ser leída de una sentada, y a la vez no hay frase en la que uno no quiera detenerse para saborearla.
Quirke es un hallazgo. El patólogo prefiere a los muertos que a los vivos; incluso dice admirar a los cadáveres, “these wax-skinned, soft, suddenly ceased machines”. Su trabajo es descubrir la causa de la muerte: “for him, the spark of death was fully as vital as the spark of life”. En esas palabras se condensa toda una forma de ver el mundo, la angustia existencial de los fantasmagóricos personajes de Banville transmutada en una visión que no deja de ser sombría, pero que esta vez está aplicada a resolver el caso práctico de un ser convertido en fantasma por culpa de otro.
Benjamin Black dice que está a punto de terminar la segunda novela con Quirke como protagonista. Bienvenida sea.

Friday, April 13, 2007



BOLAÑO: LITERATURA Y APOCALIPSIS

Este texto acaba de ser publicado en Babelia, suplemento de El País

En “Apocalipsis en Solentiname”, Julio Cortázar indaga en las posibilidades del arte en América Latina: dar una visión naif, folklórica de la realidad, o testimoniar el horror. Buena parte de la obra narrativa de Roberto Bolaño puede entenderse a partir de una lectura del cuento fantástico de Cortázar. En el escritor chileno no hay otra opción que dar cuenta del horror y del mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico es el único que le hace justicia a la América Latina de los años setenta –explorada en Nocturno de Chile y Estrella distante. Pero lo que al comienzo era una exploración del continente en un momento específico, en los años finales de Bolaño se generaliza al siglo XX, al mundo, a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un “cráter”, el agujero negro del crimen múltiple sin solución. En el cuento “El policía de las ratas” (publicado en El gaucho insufrible), la pulsión criminal no parece ser la anomalía de una rata individualista, sino más bien parte de la naturaleza de la especie. En ese contexto, el escritor, figura cada vez más marginalizada, deviene esencial en Bolaño, y la literatura recupera su aura: el escritor es el testigo que debe ser capaz de mantener “los ojos abiertos”, y una “escritura de calidad” es “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso”. Como en Borges, la literatura es en Bolaño una forma de conocimiento, la búsqueda absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes, pero aquí ya no funciona la analogía del universo como una Biblioteca; se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como una aventura vitalista, y en otras ocasiones del narrador y del poeta como detectives en busca del origen del mal, y por ello condenados desde el principio a la derrota. En la obra de Roberto Bolaño, vida y muerte se funden para articular una reflexión existencialista en que, como en “El policía de las ratas”, el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, “condenada desde el principio”, no se arredra, continúa luchando y marcha en busca de “una felicidad que en el fondo sab[e] inexistente”.

Friday, April 06, 2007


LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

Hace un par de semanas, la revista colombiana Semana eligió las mejores novelas latinoamericanas de los últimos 25 años. Los editores culturales de Semana me encargaron escribir un texto sobre una de las elegidas, La Virgen de los Sicarios. Esto es lo que escribí:

Fernando Vallejo ha actualizado el recurso retórico de la diatriba para nuestros tiempos complacientes. En La Virgen de los Sicarios, el gramático lanza injurias contra Dios, Colombia, las autoridades, los pobres, los campesinos, la misma existencia humana: “Creemos que existimos pero no, somos un espejismo de la nada, un sueño de basuco”. Se trata de un discurso violento, escrito con pasión pero a la vez con una prosa tan perfecta como flexible, con conceptos atados a imágenes poderosas: la candileja de un globo que se va al cielo, roja como “la sangre que derramará Colombia”; las “balas rezadas” de los sicarios que se preparan en una cacerola, espolvoreadas con agua bendita. En las palabras del gramático enamorado de un adolescente asesino --un relato que tan pronto conmueve como devasta--, hay algo de la furia nihilista de los narradores de Thomas Bernhard, pero aquí hay más claroscuros que en el monocorde Bernhard, una mayor capacidad para captar el temor y temblor de la vida.
Vallejo nos dice que el enfrentamiento entre civilización y barbarie, paradigma de la cultura latinoamericana desde el siglo XIX, ya no va más: hace rato que la barbarie ha ganado la partida. “En Colombia hay leyes pero no hay ley”. No es casual que sea un gramático el narrador: en el país de las formas y las buenas costumbres, en el país de grandes letrados, es alguien dedicado al orden de la letra el testigo privilegiado del caos. El gramático dice que “a Medellín… el cine y la novela le quedan muy chiquitos”. La magistral paradoja de Vallejo es que, en La Virgen de los Sicarios, el escritor colombiano nos demuestra con contundencia que nada le queda chico a la novela.