Sunday, January 15, 2006


BIG BROTHER Y SUS HERMANOS MENORES

En uno de sus cuentos más antologados, “Wakefield”, Nathaniel Hawthorne imagina a mediados del siglo XIX a un hombre que un día se despide de su mujer y sale de su casa con el deseo de faltar a ella durante una semana. Llevado por una “mórbida vanidad”, quiere saber cómo “su mujer ejemplar llevará su viudez de una semana; y, en breve, cómo la pequeña esfera de criaturas y circunstancias de la cual él era el objeto central se verá afectada por su ausencia”. Al día siguiente se acerca a la puerta de su casa, a espiar. Antes de irse, llega a ver a su esposa “cruzando a través de la ventana principal, su cara dirigida hacia la calle”. Lo que no sabe Wakefield en ese momento es que su aventura se extenderá durante diez años, pasados rondando en torno a la casa.
El caso de Wakefield es curioso por la forma en que posterga durante tanto tiempo el reencuentro con su esposa y decide convertirse, en palabras de Borges, en un “desterrado”. Lo que no es tan curioso es el impulso inicial. Son muchos los hombres de “mórbida vanidad” a los que se les ha cruzado por la cabeza imaginar qué pasaría a su muerte, si sus familiares y amigos los llorarían, si el país se paralizaría, o si la vida continuaría como si nada importante hubiera transcurrido. El deseo de espiar lo que ocurre en el hogar durante nuestra ausencia puede deberse también a razones más mundanas pero nada triviales: sospechar que nuestra pareja nos es infiel, o que la niñera golpea al bebé. No hay día en que no leamos noticias de una cámara escondida captando algo inesperado, un robo o un acto de amor. Por cierto, un Wakefield contemporáneo ya no necesita acercarse a casa y arriesgarse a que descubran que está espiando; podría, antes de irse, instalar un circuito cerrado de televisión, y vigilar desde lejos las idas y venidas de su mujer.
Lo anterior nos lleva a un fenómeno de las sociedades desarrolladas: la inusitada proliferación de cámaras de circuito cerrrado que vigilan los pasos del individuo y capturan sus deslices más mínimos. Con más de dos millones de sistemas de televisión en circuito cerrado instalados en los Estados Unidos, no extraña que, en Manhattan, una persona sea filmada un promedio de setenta y cinco veces al día. Sistemas públicos y privados de vigilancia abundan en ciudades como Jerusalén, Melbourne, Berlin, Bruselas y Baltimore. En Mónaco existen tantas cámaras en lugares públicos que la policía cree que no puede haber un crimen en la calle que no sea filmado. Inglaterra, el país donde nacieron los autores de esas utopías del control absoluto llamadas panóptico (Jeremy Bentham) y Big Brother (George Orwell), deja chico incluso a los Estados Unidos: tiene cuatro millones de sistemas de televisión en circuito cerrado, y a una persona se la filma en video un promedio de 300 veces al día.
Bentham y Orwell pensaron que sólo el Estado sería el encargado de desarrollar los sistemas de vigilancia absoluta. Bentham, en el siglo XVIII, imaginó el panóptico como una estructura capaz de controlar mejor a los presos de una cárcel. Orwell, en su clásico 1984, llama Big Brother a la pesadilla de un régimen totalitario que no acepta el derecho de sus ciudadanos a la privacidad. Lo que es interesante en la proliferación de sistemas de vigilancia en la sociedad contemporánea es que éstas ya no son exclusividad del gobierno. Bruce Schneier, un experto en temas de seguridad, dice en The Economist que, gracias a “la miniaturización de las tecnologías de vigilancia, la caída en el precio del almacenamiento digital y la aparición de sistemas cada vez más sofisticados”, pronto cualquiera que se lo proponga podrá tener acceso a estos sistemas.
Big Brother tiene hoy muchos hermanos menores. Las cámaras nos vigilan en aeropuertos, parques, supermercados, ascensores, centros comerciales y playas de estacionamiento (y seguro algunos de nosotros tenemos un Wakefield en nuestras vidas, alguien que ha instalado una cámara escondida en nuestro hogar y nos vigila sin que lo sepamos). En las sociedades libres, sorprende que muy pocos se quejen de esta continua invasión en la vida privada; la gente, más bien, ha internalizado la ubicuidad de las cámaras y se sorprendería si no encontrara un ojo electrónico vigilando a la entrada de un centro comercial. A veces, claro, nos entra la paranoia. En El testigo, novela de Juan Villoro, el protagonista sale de un edificio “con la sensación de ser vigilado… ‘Un paraíso lleno de ojos’. ¿Se acostumbraría a vivir bajo esa invisible y continua vigilancia?… En la televisión había visto escenas inauditas: el ojo público invadía zonas de extrema privacía, reos copulando en una cárcel de máxima seguridad, un político recibiendo billetes en un portafolios… Tal vez en esos momentos Julio ingresaba a la infinita cadena de las normalidades que se filman y registran para mostrar después que en esa secuencia sin relieve anida el mal”. Otras veces, la reacción es más bien exhibicionista. Lucy, un personaje de la novela Pudor, de Santiago Roncagliolo, prácticamente actúa para la cámara de seguridad de un cajero: “No pudo contenerse y le hizo un gesto con el dedo medio… Lo mejor fue cuando se dio cuenta de que la cámara no respondía a su gesto… Comenzó un paso de baile estilo can-can… Luego se desabrochó el botón superior de la blusa. Jugó a gemir ardientemente, como si fuera un baile erótico… Hacía años que no se divertía tanto sola”. Lo cual permite la siguiente pregunta: ¿qué haría hoy la mujer de Wakefield? Probablemente no sufriría tanto. Probablemente sospecharía de la travesura de su marido y se pondría a actuar en la soledad del living, esperando que una cámara escondida la filmara. Luego, claro, cuando comenzara el proceso de conversión de su esposo en “paria del universo”, y pasaran los días, las semanas, los años y éste no regresara, su mirada se le iría nublando. Quizás (con las mujeres de hoy, nunca se sabe).

Monday, January 09, 2006


NARRATIVA PERUANA CONTEMPORÁNEA: UN MAPA

Sin estridencias, sin mucha publicidad, la narrativa peruana contemporánea se va consolidando como una de las más vitales de las que se escriben en español. Es cierto que los lectores todavía tienden a identificar al Perú con Mario Vargas Llosa y Bryce Echenique. Pero allí está, del grupo de narradores surgido en la década del ochenta, Alonso Cueto, que, con La hora azul, ganadora de la última versión del premio Herralde, se muestra como uno de los más capaces para hurgar en las heridas todavía no cicatrizadas del Perú siniestro de los años de Sendero Luminoso. La generación surgida en la década del noventa aporta muchos nombres (o quizás se trate de un defecto personal: es mi generación, y por ello la que más conozco): Jorge Eduardo Benavides, autor de la admirable Los años inútiles, empeñado en hacer para el Perú que va de Velasco Alvarado a Fujimori lo que hizo Vargas Llosa con el Perú de Odria en Conversación en la Catedral; Fernando Iwasaki, un escritor versátil capaz de encontrarle al lado cómico a las situaciones más trágicas, autor de los magistrales cuentos breves de Ajuar funerario y uno de los que mejor ha sabido encontrar los puntos de contacto entre la cultura española y la latinoamericana; Peter Elmore, cuya literatura de personajes que piensan mucho más de lo que actúan –y que en verdad no piensan gran cosa, convirtiéndose así en logradas radiografías de la pérdida de relevancia del intelectual de hoy-- merece ser más conocida; Patricia de Souza, una escritora muy versada en teóricos franceses de toda laya, y quizás por ello empecinada en desconfiar de las virtudes mágicas del tan sencillo como complejo arte de narrar; sin embargo, cuando deja a un lado sus armazones conceptuales y se dedica a novelar, es capaz de textos notables como Stabat Mater).
La lista continua: Jaime Bayly, un gran narrador que nunca se animó a ser un gran escritor; Iván Thays, un estilista de primer nivel que se siente más cómodo dialogando con Calasso y Lobo Antunes que con su misma tradición peruana, y que, con El viaje interior, se ha asegurado un lugar en mi lista privada de escritores imprescindibles. Luego, en la lista de novísimos, autores nacidos en los setenta como Santiago Roncagliolo --empeñado en hacer que en su obra convivan textos como Pudor, que parecen transcurrir dentro de una burbuja ahistórica, y controversiales crónicas “non fiction” sobre Abimael Guzmán--, e incluso en los ochenta, como Luis Hernán Castañeda.
¿Más? Están los cronistas/periodistas reunidos en torno a la revista Etiqueta Negra, responsables de algunas de las mejores páginas de la “literatura sin ficción” en español (Julio Villanueva, Sergio Vilela, Toño Angulo, Gabriela Wiener), y no hay que olvidarse de los escritores peruanos de primer nivel que son “latinos” en los Estados Unidos y escriben en inglés (Daniel Alarcón es, gracias a War by Candlelight, el más destacado). Y sí, también se puede decir que, a pesar de cierta estrecha mirada nacionalista incapaz de entender que un escritor puede pertenecer a más de una literatura nacional, el mexicano Mario Bellatin es otro gran escritor peruano. Hay otros nombres importantes, pero tampoco se trata de ser exhaustivo (y tampoco los he leído a todos). Tengo amigos que defienden a rajatabla a Enrique Prochazka –desconocido incluso en el Perú--, y hay otros que no cesan de recomendar los textos breves de Sumalavia.
El mapa de la narrativa peruana contemporánea es amplio y muy ecléctico. Es cierto que predomina la poética realista, pero también se puede encontrar a autores dados a coquetear con la narrativa experimental de corte metaliterario; los hay muy preocupados en narrar la crisis sociopolítica de las últimas décadas, y también están los que de veras piensan que la única patria digna de ser narrada es la de la literatura. A veces se pierden en ociosas polémicas que enfrentan a la literatura “andina” con la “criolla”, sin darse cuenta que, desde afuera, todo eso se ve como un intento inconsciente de hacer que lo que se entiende como “discusión bizantina” adquiera pleno sentido. Como a los chilenos o a los argentinos (bueno, como a todos), a los escritores peruanos les gusta pelearse entre sí, y son de los mejores a la hora de ningunearse: algunos toman el éxito de Roncagliolo en España como una afrenta personal, y otros se muestran incapaces de entender que Thays sea tomado tan en serio a pesar de su actitud de hereje del dogma realista y de su capacidad para hacerse de enemigos con sólo caminar un poco por las calles de San Isidro. Por suerte para todos, la literatura peruana no sólo la construyen los escritores y los críticos peruanos, aunque la guerra de guerrillas en la que se hallan empeñados es parte imprescindible de las reglas del juego literario. Tampoco hay, a pesar de teorías conspiratorias al respecto, una mafia limeña empeñada en canonizar solamente a los escritores nacidos en la capital, aunque es cierto que el centralismo de nuestras naciones hace que a un escritor que vive en el “interior” le cueste más dar a conocer su obra.
La primera obra narrativa peruana que cayó en mis manos fue Los jefes. Luego leí La ciudad y los perros. Más allá de las obvias virtudes narrativas de Vargas Llosa, me sedujo descubrir que en el vocabulario peruano había una palabra como “chompa”, tan del castellano de Bolivia. Había afinidades: yo había llegado para quedarme. Después hubo Ribeyro, Bryce, Martín Adán, Arguedas, Palma padre y Palma hijo… Alegra saber que hoy, más allá de las rupturas y continuidades, hay más de un escritor peruano destinado a ser un clásico futuro.