Wednesday, May 31, 2006


NOTICIAS DEL CUENTO NORTEAMERICANO

Lo admito: soy uno más de esos que critican el hecho de que los lectores no le den más importancia al género del cuento, pero que, a la hora de escoger sus lecturas en una librería, se decanta con facilidad por la novela que todos están discutiendo, el clásico de Dickens con el que uno está en deuda. Curioso status el del cuento, un género que debería estar destinado a cosas mayores entre los lectores contemporáneos. Pero no: en vez de escoger un compact con diez canciones –de las cuales cuatro suelen ser muy buenas--, preferimos una larga sinfonía que quizás sea mediocre. En fin…
Con todo, el cuento se las ingenia para sobrevivir. No sé quién compra los libros, pero en Estados Unidos los editores los siguen publicando. No sólo eso: un buen cuento publicado en el New Yorker puede servir para iniciar una carrera con los reflectores de la crítica puestos en la obra (por ejemplo, el peruano-americano Daniel Alarcón). Hay un amplio abanico de espacios para publicar, desde las revistas de prestigio que nadie compra pero que se encuentran en las bibliotecas (Epoch), hasta las muy bien financiadas, de diseño elegante (Zoetrope: All Story, de Francis Ford Coppola).
Aunque los latinoamericanos tenemos una tradición cuentística excepcional, lo cierto es que la norteamericana es mucho más amplia, más diversa, y se renueva con más frecuencia. Sólo pensando en escritores que han publicado un libro importante de cuentos en los últimos seis meses, se puede mencionar a Deborah Eisenberg, Charles D’ambrosio y George Saunders. En la lista también se incluyen escritores que han publicado antologías con algunos textos inéditos, y cuya retrospectiva nos muestra su calidad: Joyce Carol Oates, Amy Hempel.
El minimalismo de los ochenta, el de Carver y Ann Beattie y Bobbie Ann Mason, ya es parte del canon, pero hoy hay pocos rastros de su presencia en los cuentistas de primera fila. Los escritores que cuentan hoy son maximalistas, dados a experimentos formales (Saunders), a temas político-sociales (Eisenberg), a georgrafías diversas (D’Ambrosio). La “ficción doméstica” norteamericana, ésa que se ocupa de la vida emocionalmente pobre en los suburbios de la clase media norteamericana y que se desentiende de las grandes corrientes de la historia, se convirtió en un cliché porque se abusó de ella. En escritores como Deborah Eisenberg se pueden reconocer los temas y los registros más conocidos de la “ficción doméstica”, pero a condición de que entienda que aquí lo doméstico no es sinónimo de dócil, de familiar, de pequeño. Un cuento de su última colección, The Twilight of the Superheroes (Farrar, Straus & Giroux), nos hace ver esto con claridad. En el cuento, que lleva el mismo título del libro, un grupo de cuatro jóvenes con un futuro incierto se queda a cuidar, gracias a contactos, el piso lujoso de un coleccionista de arte en Nueva York. Este piso, con un patio ideal para asados, se encuentra frente a las Torres Gemelas. Ya lo sabemos: el 11 de septiembre partirá la vida de estos jovenes en un antes y un después. El barrio entero de los jóvenes se llena de “una patina pegajosa de ceniza de crematorio, inclus dentro de los pisos con ventanas cerradas”. Es, de verdad, el crepúsculo de los superhéroes, aquel que nos muestra que todo el poder y despreocupación de una sociedad ante lo que ocurre en el mundo se revela como una fachada lamentable. Todo en el cuento parece ocurrir en ese patio lleno de ceniza, pero éste se nos revela como un microcosmos que contiene multitudes. Se han escrito muchas novelas sobre el 11 de septiembre, pero ninguna con el poder emocional del relato de Eisenberg.
Charles D’Ambrosio es, como Eisenberg, un escritor realista, pero sus preocupaciones no son tan urbanas. En The Dead Fish Museum (Knopf), D’Ambrosio se enfoca en gente al borde de la locura, geografías al borde del mapa: en “Screenwriter”, el personaje principal es un guionista millonario que solía trabajar en Hollywood, pero que ahora se encuentra recluido en un sanatorio, sus facultades mentales extraviadas. En “Up North”, el narrador descubre que las infidelidades de su esposa, su promiscuidad, se deben a que en su infancia fue violada por un amigo o familiar, y se obsesiona por descubrir al violador; “The Bone Game” transcurre en caminos perdidos en el estado de Washington, en reservaciones indias en el noroeste de los Estados Unidos. Los personajes de D’Ambrosio son seres desesperados cuyos transtornos mentales los dejan con un pie fuera de la realidad. El realismo de D’Ambrosio es similar: sabe que ver a tu pareja prenderse fuego delante tuyo puede ser para algunos más realista que cualquier pesadilla o alucinación.
En cuanto a Saunders, escritor de la generación de Moody y Franzen, In Persuasion Nation (Riverhead) nos muestra que tenía razón el crítico que lo describió como una mezcla de Pynchon y South Park. Saunders es un satirista capaz de escribir cuentos que transcurren, literalmente, en el espacio restringido de un anuncio publicitario. “I Can Speak” es muy bueno, pero Arreola llegó cincuenta años antes allí, con “Baby HP”. En el último texto del libro, “Commcomm”, hay gente asesinada que se resiste a morir. ¿Una metáfora para el género cuentístico? Quizás.

Tuesday, May 23, 2006


DE REVISTAS Y SITIOS WEB

Hace una semana cené en un restaurante peruano en Nueva York con Anderson Tepper, uno de los editores del sitio web de la prestigiosa revista Vanity Fair. Andy me contó, ilusionado, que pronto publicarían en exclusiva un fragmento de Brandenburg Gate, la nueva novela de Henry Porter. Me dijo que ahora vanityfair.com tenía “algo de presupuesto” y me preguntó si no me interesaría escribir algo para el sitio. ¿Algo para el sitio que no saldrá publicado en la revista? Iluso de mí, por supuesto que sí. Entonces descubrí, una vez más, que nada permanece en su sitio durante mucho tiempo.
Al comienzo, los periódicos y las grandes revistas norteamericanas –The New Yorker, Vanity Fair, Esquire— observaron el fenómeno del internet con desconfianza. No era para menos: la aparición de un nuevo medio siempre lleva aparejada la predicción de que éste dará fin con los medios ya establecidos. El cine acabará con la novela, la televisión con el cine, el internet con todo lo impreso: libros, revistas, periódicos, etc. Más de diez años después de la aparición del internet, queda claro que aunque hayan cambiado nuestras formas de relacionarnos con la lectura –quizás leemos más que antes, pero más fragmentariamente— y con la escritura –quizás escribimos más que antes, pero textos más casuales, más efímeros, y tenemos menos respeto por los signos ortográficos y nos preocupan menos los errores gramaticales--, hay un espacio para los libros, para las revistas, para los periódicos.
Parte de la pérdida de la desconfianza tiene que ver, también, con el desarrollo de un modelo económico que permite financiar los sitios web de las revistas y los periódicos. Hay cada vez más publicidad en la red, y hay cada vez más maneras sofisticadas de cobrar por esa publicidad: la cantidad de visitas que tiene un sitio influye en el costo de anunciar en dicho sitio.
La aparición de un nuevo medio significa siempre un desplazamiento y reorganización de los medios ya existentes. Desplazamiento: los adolescentes, por ejemplo, pasan más tiempo en el internet que frente a un televisor; dentro de poco el televisor podría dejar de ocupar un lugar central en el hogar. Reorganización: los medios comienzan a ser influidos por las formas del nuevo medio, tratan de cooptar ciertos lenguajes (el cine influyó muchísimo en la novelística del siglo pasado). Por supuesto, se trata de un viaje de ida y vuelta: el nuevo medio, a su turno, es influido por los medios ya existentes (la novela también influyó en el cine).
Las revistas que aparecieron originalmente en la red eran en principio versiones simplificadas de las revistas impresas. Uno entraba a time.com y encontraba una selección de artículos de la revista Time. Era como los primeros e-mails que mandábamos: con saludos formales, fecha de escritura y la puntuación correcta, como si estuviéramos escribiendo una carta en otro medio. Un nuevo medio, sin embargo, implica un nuevo lenguaje. Poco a poco, el éxito de revistas diseñadas específicamente para el internet (Slate, por ejemplo) hizo que las revistas tradicionales se dieran cuenta que para tener éxito en la red debían innovar. Debían pensar en el internet no sólo como un medio de difusión de las ideas ya escritas y publicadas en otro medio, sino como algo distinto, que implicaba un lenguaje, un registro distinto.
Con los años, vamos viendo los primeros signos de madurez de las revistas en la red. Algunos de los elementos ya consolidados en los sitios web son:
a) Contenido original. Slate señaló el camino. Columnistas propios, artículos más cortos que los que aparecen en una revista impresa, y ahora, incluso una novela serializada del conocido novelista Walter Kirn (una novela que promete explorar el potencial del medio en que está siendo publicada)
b) Toque multimedia. En newyorker.com uno puede escuchar a Alice Quinn leyendo los poemas de Elizabeth Bishop, o toparse con un show de slides de Tal Afar (Irak), mientras escucha una entrevista a George Packer acerca de cómo se enfrentan los soldados norteamericanos a los “insurgentes” en Irak.
c) Blogs. No hay revista que se respete que no tenga uno o más blogs. En vanityfair.com se encuentra el blog de James Wolcott, un conocido crítico que publica regularmente en la revista. El golpe de efecto más importante fue el de Time: consiguió incorporar a su sitio web “Daily Dish”, el blog del crítico conservador Andrew Sullivan. Sullivan era uno de los bloggers más leídos por sí solo; con time.com a su lado, su público no ha hecho más que crecer.
d) Interactividad. Las sitios web de las revistas buscan maneras de que sus lectores participen en la construcción del sitio. Así, por ejemplo, aparecen secciones del tipo “artículos más enviados por e-mail”, la página va cambiando su diseño de acuerdo a la cantidad de lectores que tenga o no un artículo, o hay espacio para mandar un email opinando sobre el artículo (salon.com publica todas las que se envían).
e) Actualización continua. Cualquiera que mantenga un blog ha descubierto ese fenómeno: si el sitio no es actualizado constantemente, los lectores dejan de frecuentarlo. Las revistas mensuales o semanales deben ir a un ritmo diferente, mucho más rápido del que están acostumbradas.
Lo que todavía no han descubierto las revistas y periódicos es cómo quitarle al lector esa inveterada costumbre de asumir que todo lo que se lee en el internet es gratis. Algunos sitios experimentan con dos niveles: está el Salon gratuito y el Salon Premium (seis dólares al mes), el New York Times para todos y el TimesSelect para los que están dispuestos a pagar cincuenta dólares al año. Quizás ese modelo dual termine imponiéndose: es típico de la red encontrar su propio camino.

Wednesday, May 10, 2006

Lope de Vega

LIBROS PERDIDOS
La historia de la literatura está repleta de libros perdidos, manuscritos extraviados, novelas inconclusas. Las bibliotecas se queman, las computadoras son atacadas por virus malignos, los escritores se cansan o cambian de tema o mueren. Buena parte de lo que se escribe es efímero, pero aun lo sublime descansa sobre una estructura muy precaria. Max Brod pudo habernos dejado sin Kafka (y nosotros seguiríamos sin comprender el siglo XX).
Stuart Kelly ha recorrido minuciosamente esa historia de pérdidas y ha escrito un libro maravilloso, un prodigio de investigación académica y anécdota contundente: The Book of Lost Books: An Incomplete History of All the Great Books You’ll Never Read (Nueva York: Random House, 2006). Kelly, británico al fin, se concentra en la tradición anglosajona, pero no se limita a ella: aquí hacen su aparición Dante, Cervantes y otros. Una primera observación: no hay escritor clásico que no tenga uno o más libros perdidos. Algunos abusan de ello: de las dos mil obras teatrales de Lope de Vega nos quedan quinientas; Esquilo escribió más de ochenta, pero sólo han llegado siete hasta nosotros (Ptolomeo III adquirió de los griegos, para la Biblioteca de Alejandría, el único ejemplar existente de las Obras Completas de Esquilo; como estaba prohibida su transcripción, las Obras desaparecieron en el 640 a.c., cuando, bajo órdenes del Califa, Amrou ibn el-Ass decretó el incendio de la biblioteca).
Incluso esos escritores que parecen haberlo publicado todo tienen su libro perdido. Jane Austen, por ejemplo: murió relativamente joven, a los 42 años, con sus seis pulcras novelas ya publicadas. Luego los familiares se encargaron de publicar sus textos juveniles y otros textos menores. Pero Kelly nos recuerda que, a su muerte, Austen estaba escribiendo una novela llamada Sanditon, de la que sólo llegó a terminar los primeros doce capítulos. Esa novela se justifica por una frase que condensa a Austen y anticipa a Proust: “the Miss Beauforts were soon satisfied with ‘the circle in which they moved in Sanditon’ to use a proper phrase, for everybody must now ‘move in a circle’, --to the prevalence of which rotary motion, is perhaps to be attibuted the giddiness and false steps of many”.
Impresiona la lista de autores de la antigüedad clásica que no han sobrevivido, y no porque el tiempo haya hecho su antología con ellos, sino porque, simplemente, los manuscritos se perdieron. Casi todos los nueve libros de poemas de Safo están perdidos, y de Suetonio no tenemos su Vidas de putas famosas ni Los defectos físicos de la humanidad, pero ambos se encuentran entre los afortunados, pues algo de ellos ha sido preservado. En cambio, no queda nada de Xenocles (mencionado por Aristófanes), Accio (autor de una de las primeras tragedias en latín), Ennio (considerado el “padre de la poesía romana”), Magnes (un precursor de Walt Disney: fue el primero en hacer que los animales hablaran en sus obras), Eugammo (se atrevió a escribir la continuación de La Odisea) y Neofrón (introdujo la representación de la tortura en un escenario).
En algunos casos, quizás sea mejor que no quede nada: la leyenda suele ser más interesante que la realidad. Menandro fue un escritor de comedias alabado por Aristófanes, Julio César y Plutarco; cuando todos sus manuscritos desaparecieron, quedó su fama. A mediados del siglo XX, sin embargo, fueron descubiertos unos papiros que contenían su obra más renombrada, Dyskolos. Los críticos no podían salir de su asombro: era pésima. De Menandro no queda hoy ni los manuscritos ni la fama.
Las formas en que los libros desaparecen son variadas: manuscritos perdidos en maletines (los primeros textos de Hemingway), interrumpidos por la muerte del autor (El misterio de Edwin Drodd, de Dickens), nunca iniciados (La Spirale, novela de Flaubert que le asustaba comenzar porqe trataba de “la forma en que uno se vuelve loco”; la segunda parte de Los hermanos Karamazov, en la que el buen Aliosha dejaría el monasterio, se convertiría en un anarquista y asesinaría al Zar), quemados (la segunda parte de Las almas muertas, que Gogol echó al fuego gracias a una conversión religiosa que le hizo abjurar del “paganismo” de la literatura; las Memorias de Lord Byron), robados (El Parnaso de Camoes) extraviados en un archivo (se cree que Mesías, una novela de Bruno Schulz, se quedó a su muerte en los archivos de la KGB relacionados con la Gestapo). Hay poemas de los que apenas sobrevive una frase memorizada por un amigo (“The stone word came to me, and said Flesh gives you an hour’s life”, es la frase del beat Gregory Corso rescatada por Allen Ginsberg).
En algunos casos, no está claro si nos hallamos ante un libro perdido: por ejemplo, El viaje sentimental por Francia e Italia, de Laurence Sterne, conocido hoy simplemente como El viaje sentimental. Los que saben del título completo se sorprenderán al descubrir en el libro que el narrador, Parson Yorick, nunca llega a Italia. El manuscrito fue publicado el mismo año de la muerte de Sterne, con lo que se podría sugerir que se trata de un libro incompleto. Pero quienes han leído Tristram Shandy conocen el espíritu burlón de Sterne, por lo cual no se podría descartar que la inclusión de Italia en el título de un libro que no tiene nada que ver con Italia es una más de sus bromas.
Un libro perdido que quizás no lo es. La literatura: eso que queda. Hay que celebrarlo.

Monday, May 01, 2006


LA CIENCIA-FICCION MAS ALLA DE LA “CIENCIA-FICCION”

Descubrí la ciencia ficción de la mejor manera posible, cuando tenía diez años y sólo me interesaba leer una narración que me cautivara. No sabía de géneros ni si, para la historia de la literatura, H.G. Wells era más o menos importante que Joyce.
En ese entonces leía, sobre todo, a Julio Verne, algo que –para quien leía a Verne como un contemporáneo y no le interesaba saber que era un autor francés del siglo XIX--, amortiguaba cualquier intento de proyectar el futuro en el presente; a fines de la década del setenta, yo ya estaba familiarizado con submarinos y viajes a la luna. Primera convención implícita del género: toda obra de ciencia ficción inicia su camino hacia el anacronismo apenas publicada (en realidad, esta convención abarca a toda obra literaria: para comunicarse, algunos personajes de Henry James usan el telégrafo. Los lectores de hoy aceptamos esa extravagancia y no lo amonestamos por ello; no somos tan benévolos con los autores de ciencia ficción).
Se juzga a la ciencia ficción por su capacidad de imaginar el futuro; se mide a los escritores del género con la vara con que Victor Hugo pedía medir a los poetas: como profetas y visionarios. Nadie discute si Verne, Wells o Dick eran buenos escritores; cuando se habla de ellos, es inevitable discutir cuán acertadas o no fueron sus predicciones. Y sin embargo, quizás Verne, Wells y Dick no son importantes por ello sino porque fueron grandes narradores que, al imaginar el futuro, dejaron constancia de los sueños, ansiedades y pesadillas de la Francia del “siglo del progreso”, de la Inglaterra a fines de la era victoriana, del paranoico Estados Unidos de la “guerra fría”.
Una historia de la literatura del siglo XX debería analizar el progresivo avance de dos géneros, el policial y la ciencia ficción, sobre las canónicas aguas de la literatura de corte realista. Hoy, casi no hay novela realista que no juegue con algunas de las convenciones del género policial, ni que explore un tema o arriesgue un párrafo o una especulación que décadas atrás hubiera estado confinada a la ciencia ficción. Cuando nos ponemos a narrar el presente, nos topamos con la biotecnología y los piratas informáticos; el paisaje urbano está plagado por tecnologías tan nuevas que algunas ni siquiera han visitado las páginas de la ciencia ficción y ya son parte normal de la novela realista. No es casual que las últimas novelas de autores mainstream como Ishiguro y Houellebecq sean obras de ciencia ficción (en el caso del francés, hay un antecedente: su segunda novela, Las partículas elementales)
Quizás la ubicua presencia de las nuevas tecnologías en la novela realista de hoy nos permita leer a la ciencia ficción de otro modo: más allá de los fuegos artificiales de sus artefactos futuristas y de su capacidad para imaginar un futuro posible. Es decir, más allá de las convenciones del género. Entonces, si los escritores de ciencia ficción observan el presente tratando de ver qué tendencias podrían proyectarse hacia un futuro cercano –Philip Dick en Blade Runner-- o lejano –Orson Scott Card en Ender’s Game-- y radicalizarse en éste, quizás una buena lección para cualquier escritor contemporáneo sea leer el género y hacer el viaje a la inversa: es decir, ver qué tendencias del presente han sido radicalizadas en las novelas del género, y tratar de concentrarse en ellas para narrar dicho presente.
La historia del género en el continente puede retrotraerse a El maravilloso viaje del Sr. Nic-Nac (1875), del argentino Eduardo Ladislao Holmberg, considerada la primera novela latinoamericana de ciencia ficción. De ese período también se puede mencionar la novela Desde Júpiter: Curioso viaje de un santiaguino magnetizado (1878), del chileno Francisco Miralles. En el fin de siglo XIX, hubo varios escritores modernistas que coquetearon con el género, pero el más influyente fue Leopoldo Lugones, sobre todo gracias a su libro de cuentos Las fuerzas extrañas (1906). Durante el siglo XX, aparecen las inmensas presencias de Borges y Bioy Casares, como antologadores, prologuistas y autores de obras clásicas como “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” (1940) y La invención de Morel (1940).
La ciencia ficción recién comienza a ser tomada en serio como género en la segunda mitad del siglo XX. De acuerdo a Andrea Bell y Yolanda Molina-Gavilán, editoras de Cosmos Latinos (Wesleyan UP, 2003), una de las más completas antologías de la ciencia ficción latinoamericana, la “edad de oro” se inicia alrededor de los años 60, con la aparición de autores como el chileno Hugo Correa y la argentina Angélica Gorodischer. Esta tradición propia no es tan conocida como la obra de autores que, sin instalarse dentro del género, lo utilizan para sus propios fines o entran y salen de él a su antojo (por ejemplo, el Piglia de La ciudad ausente y el guión de La sonámbula).
Quizás esa relación tan fluida con el género sea una de las mejores contribuciones de la literatura latinoamericana a la ciencia ficción. Pero no es la única. Lo atestiguan dos recientes novelas de ciencia ficción pura y dura: Ygdrasil, del chileno Jorge Baradit (2005) y De cuando en cuando Saturnina, de la inglesa-boliviana Alison Spedding (2004). Respetan todas las convenciones del género, pero demuestran que éste, bien llevado, no tiene que ser una camisa de fuerza. Aunque dicen cosas del futuro, retratan mucho mejor nuestro zeitgeist actual. Lo mejor que podemos hacer con novelas como éstas es leerlas a la vez como ciencia ficción y más allá de la “ciencia ficción”.