Monday, April 17, 2006


SU NOMBRE ES LEM

Tengo en mi biblioteca un ejemplar de Solaris en la edición de Minotauro. Recuerdo haberlo comprado en una librería de Cochabamba sin saber quién era su autor, Stanislaw Lem. Suponía que era bueno: después de todo había leído, en esa colección de Minotauro, libros memorables como Las ciudades invisibles, Crónicas marcianas y La naranja mecánica.
Sabía que un escritor polaco de ciencia ficción me sorprendería, pero jamás hubiera esperado encontrarme con una suerte de hijo natural de Borges/Bioy Casares. Solaris recuerda en muchas cosas a La invención de Morel: aquí también se trata de un hombre enamorado de una hermosa mujer muerta. La Faustine de Bioy Casares es aquí Harey. Ambas mujeres son proyecciones virtuales, pero las razones son diferentes: Faustine es un holograma tridimensional proyectado por una máquina –la invención de Morel, que quita la vida a las personas para después inmortalizarlas en el archivo de imágenes cinematográficas--; Harey es la creación del oceáno del planeta Solaris. Rebobinemos: Kris Kelvin, el narrador de la novela, ha sido enviado a la estación que orbita en torno a Solaris para reemplazar a un científico muerto; en la estación, Kelvin descubrirá que los dos científicos que la habitan, Snaut y Sartorius, alternan entre el miedo y la paranoia. Kelvin verá seres extraños en la estación, entre ellos Harey, su esposa, muerta siete años atrás. Poco a poco llegará a la conclusión de que esos seres son proyecciones creadas por el oceáno de Solaris a partir del inconsciente de los habitantes de la estación: como le dice Snaut a Kelvin, Harey es “un espejo, y refleja una parte de tu mente. Si es maravillosa, es porque tienes recuerdos maravillosos. Tú mismo proporcionaste la receta. Estás atrapado en un círculo vicioso, no lo olvides”.
En Solaris, el tema trillado de la ciencia ficción, los monstruos del espacio exterior que atacan a los seres humanos, se convierte en un intensa reflexión metafísica: Lem sugiere que en la inmensidad del universo no hay más monstruos que los creados por nuestras propias culpas y ansiedades: “El hombre se había lanzado al descubrimiento de otros mundos y otras civilizaciones, sin haber explorado íntegramente sus propios abismos”. Kelvin es un hombre al que atormenta el suicidio de Harey; él no sólo no le creyó cuando ella amenazó con quitarse la vida sino que terminó proporcionando las pastillas que Harey usaría para suicidarse.
Las dos películas basadas en Solaris logran capturar el pesadillesco enfrentamiento del hombre consigo mismo: la de Tarkovsky (1972) de manera lenta y algo confusa, la de Soderbergh (2002) con un tono minimalista y más preciso (aunque George Clooney no le da a Kelvin el toque de desesperación que necesita). Lo que no tiene ninguna película es el lado borgiano de Lem. La influencia de Borges en Lem es a veces demasiado obvia: el escritor polaco, por ejemplo, publicó dos libros de reseñas e introducciones a libros inexistentes (Provocación se consigue en español). En Solaris, la presencia de Borges es más sutil. Lem es un escritor que hace –permítase el juego de palabras— ficción de la ciencia. La ciencia, para él, es algo que hubiera aprobado el maestro argentino: un género literario. Así, de pronto nos encontramos con los informes científicos que dan cuenta de los descubrimientos en torno al planeta Solaris. Lem no despacha estos informes en un par de párrafos sino en varios, densos capítulos, todos ellos con un tono paródico, burlón. La “solarística” es infínita: “los sabios eran legión y cada uno tenía su propia teoría… Veubeke había preguntado un día, en broma: ¿Cómo quieren comunicarse con el oceáno cuando ni siquiera llegan a entenderse entre ustedes? La broma contenía una buena parte de verdad”.
Como los sabios de “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, los que se dedican al estudio de Solaris son capaces de hipótesis convincentes: la Civito-Vitta señala que el oceáno ha sido producto de un “desarrollo dialéctico: a partir de la forma primitiva preoceánica, una solución de cuerpos químicos de reacción lenta, y por la fuerza de las circunstancias… había llegado de un solo salto, sin pasar por los distintos grados de evolución terrestre”. Como todo conocimiento, el de Solaris tiene su evangelio ortodoxo y sus textos apócrifos como el informe de Berton. Hay todo un capítulo dedicado a los “pensadores”, en los que se pueden encontrar libros como El Compendio de Gravinsky y la Introducción a la Solarística de Muntius, y escuelas rivales como las de Panmaller, Strobel, Freyhouss, Le Greuille, Osipowicz. La burla de Lem apunta a algo serio: a la necesidad del hombre de catalogar los límites de su conocimiento, y a la inevitable arbitrariedad de ese catálogo.
Stanislaw Lem nació en Lvov (hoy Lviv, Ucrania) en 1921. En 1944 se mudó a Cracovia, donde vivió el resto de su vida. Comenzó en los años cincuenta como un escritor más del realismo socialista. Poco después descubrió su verdadera veta, la de la ciencia ficción. Quizás porque era considerado un autor de un género menor, pudo publicar lo que quiso, sin censura alguna, durante los años de la ocupación soviética de Polonia. Se convirtió en el autor polaco más leído del siglo XX (veintisiete millones de libros vendidos, traducción a cuarenta idiomas), y quizás, aunque suene a herejía, en un escritor más influyente que sus prestigiosos compatriotas ganadores del Nobel (Milosz, Szymborska). Admiraba a Verne, Dumas y Wells. Su libro más conocido, Solaris, ha envejecido muy bien, al igual que buena parte de su obra. Es también el creador de dos personajes notables: el piloto Pirx y el astronauta Ijon Tichy. Para nuestra suerte, la editorial Alianza ha comenzado a editar en español, en su colección de bolsillo, toda la obra de Lem.

Thursday, April 06, 2006


SECRETOS DE LA ESCRITURA SECRETA

Vivimos en una época de códigos. En suficiente pensar en el éxito popular de El código Da Vinci, en el hecho de que todos los días una computadora o un cajero automático nos pide nuestra contraseña para acceder a documentos personales o nuestra cuenta de banco, en la obsesión con que los servicios de inteligencia norteamericanos escuchan conversaciones casuales entre musulmanes buscando la palabra clave que revelará el lugar del próximo ataque de Al Qaeda. Vivimos en tiempos paranoicos, sospechamos que nuestros amigos, nuestra pareja, nuestro gobierno nos engaña; el lenguaje, ese gran instrumento para la comunicación, se nos revela también como un arma sofisticada para el engaño. El universo se nos revela como un gran enigma: es cuestión de un poco de esfuerzo para encontrar su sentido. O sus sentidos, porque todo puede tener un doble o triple sentido. Eso lo sabía William David Friedman, el gran criptoanalista norteamericano que descifró los códigos secretos de los japoneses durante la segunda guerra mundial y que luego organizó lo que vendría a ser con el tiempo, la poderosa National Security Agency, encargada de escuchar las conversaciones de otros gobiernos y de ciudadanos sospechosos (pocos saben que la NSA tiene más presupuesto que la CIA y el FBI, agencias harto más conocidas). Friedman no podía leer el periódico sin pensar que escondido entre los titulares se hallaba un mensaje secreto (alguien se inspiró en esto para una escena similar en Una mente brillante). Friedman terminó recluido en un sanatorio: destino nada extraño para la gente que vive obsesionada por descifrar esa clave que se esconde en las palabras, en las imágenes que bullen en torno nuestro.
Los criptógrafos y los criptoanalistas son personajes con mucho potencial literario, pues en su enfrentamiento se puede condensar una de las formas más estimulantes de entender la literatura: como una lucha entre alguien que cifra un texto (el criptógrafo), y otra persona que intenta descifrar el mensaje escondido en ese texto (el criptoanalista). Jorge Luis Borges, por supuesto, se dio cuenta de ello antes que el resto: toda su obra puede leerse como una gran metáfora de la continua disputa, a lo largo de los siglos y a través de los continentes, entre aquellos dedicados a cifrar mensajes y los que buscan descifrar esos mensajes en procura de la Revelación. En Borges suelen ganar los criptógrafos, o en todo caso el Criptógrafo que está detrás de los criptógrafos; los criptoanalistas –que son, entre otras cosas, hermeneutas de todo tipo: teólogos, intelectuales, detectives--, a veces triunfan y llegan a la Revelación, pero ese triunfo trae consigo la muerte–“La muerte y la brújula”--, la locura –“El Zahir”--, o el silencio de los místicos –“La escritura de Dios”--. Los triunfos de Borges son irónicos, agridulces.
Uno de los cuentos de Borges que toca el tema de manera directa es “El jardín de senderos que se bifurcan”, relato de espías ambientado durante la primera guerra mundial. Yu Tsun debe, “a través del estrépito de la guerra”, enviar a Berlín el nombre de la ciudad a atacar (en ella se encuentra el nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre). La ciudad se llama Albert, y Yu Tsun encuentra una forma ingeniosa de cifrar su mensaje: asesinando al reconocido sinólogo Stephen Albert, para que así su apellido aparezca en los titulares de los periódicos ingleses, y el jefe de Yu Tsun pueda descifrar el enigma. Irónicamente, Albert es, a su modo, un gran criptoanalista, y acaba de resolver el enigma del laberinto propuesto siglos atrás por Ts’ui Pen, un ilustre antepasado de Yu Tsun. Para Albert, el laberinto de Ts’ui Pen es un libro, una novela caótica en la que el tiempo es un “jardín de senderos que se bifurcan”. Ts’ui pen no creía en un tiempo uniforme, sino en “una red creciente de tiempos divergentes, convergentes y paralelos… que se aproximan, se bifurcan, se cortan o… secularmente se ignoran, abarca[ndo] todas las posibilidades”. En uno de esos tiempos, Albert y yu Tsun son amigos; en otro, enemigos; en otro, no existen. Yu Tsun comprende, antes de matar a Albert, que al descifrar el laberinto de su antepasado, Albert también ha descifrado a Yu Tsun. La victoria del espía-criptógrafo es, en en fondo, la victoria del criptoanalista (victoria acompañada, como suele ocurrir en Borges, de la muerte).
Otra versión del criptoanalista se puede encontrar en Respiración artificial (1980), la novela de Ricardo Piglia en la que hace su aparición tangencial Arocena, el censor del gobierno que lee las cartas de supuestos opositores en busca del “mensaje cifrado… debajo de lo escrito, encerrado entre las letras, como un discurso del que sólo pudieran oírse fragmentos, frases aisladas, palabras sueltas en un idioma incomprensible, a paritr del cual había que reconstruir el sentido”. Los criptoanalistas son, como Arocena, lectores paranoicos, gente que cree que los textos, las imágenes, el mundo se hallan sobresaturados de mensajes secretos a la espera de sus descifradores. “Toda información parece simple ruido hasta que uno descubre el código”, dice un personaje de Neal Stephenson –ese magnífico Pynchon para la generación cyberpunk— en su novela Snow Crash. Con la esperanza de descubrir el código, muchos criptoanalistas han terminado en el delirio, perdiendo sus facultades mentales: aparte de Friedman, el ejemplo más obvio es el inglés Albert Turing, quien, para desarticular Enigma --la poderosa máquina que los nazis utilizaban para cifrar sus mensajes--, terminó inventando el prototipo de la computadora. Si Piglia recuperara a Arocena para una futura novela, lo más probable sería encontrarlo recluido en un manicomio, buscando en las blancas paredes de su habitación los secretos de la escritura secreta.