Wednesday, November 30, 2005


HENNING MANKELL: CON EL ÉXITO EN LOS TALONES

Durante mis años universitarios en el Buenos Aires de mediados de los ochenta, fascinado por la política y la literatura policial, yo había descubierto dos verdades contundentes: una, que hacía mucho tiempo que nadie escribía novelas negras como las de Chandler y compañía; dos, que Suecia era un país modelo, un ejemplo a seguir, con su combinación de capitalismo y Estado de bienestar. Un par de décadas después, descubro a la vez, gracias a Henning Mankell, que estas dos verdades ya no se sostienen.
La novela policial se ha renovado y se convertido en la gran novela social del presente. Uno de los principales responsables de esta renovación es Mankell, un escritor sueco nacido en Estocolmo en 1947, que hace más de treinta años vive buena parte del año en Mozambique --dirige el Teatro Nacional en Maputo--, y que, en 1990, dio origen, con Asesinos sin rostro, a la serie de nueve novelas protagonizada por el inspector Kurt Wallander. Wallander recibe muchas cartas de lectores, pues Mankell ha logrado, a la manera de Conan Doyle con Sherlock Colmes, crear un personaje tan verosímil para los lectores que algunos creen que en verdad existe. Mankell ha sido devorado por su personaje, lo cual es uno de los mayores logros al que puede aspirar un escritor. El entrañable Wallander es un inspector de la policía de Ystad (en el sur de Suecia, en la gélida región conocida como Escania) que fracasa irremediablemente en su lucha contra el exceso de kilos, alguien que tiene problemas para superar su divorcio, con un padre bordeando la demencia senil y una hija rebelde a la que no puede entender. Es también un hombre que no deja piedra sin remover durante sus investigaciones, aunque, más allá del trabajo metódico, sus casos sean resueltos a veces gracias a la ayuda del azar o la intuición.
Existen otras razones para entender el éxito de Mankell. Una de ellas tiene que ver con el aggiornamiento de temas en la novela policial. Como dice el escritor uruguayo Elvio Gandolfo, en las novelas de Mankell el “caso” policial específico siempre termina entrecruzándose con “un hecho más amplio, social, espinoso”. En Asesinos sin rostro, por ejemplo, aparece uno de los grandes temas de debate en las sociedades de Occidente: ¿qué hacer con los miles de inmigrantes que llegan cada día a Europa y los Estados Unidos? Un refugiado somalí es asesinado en la calle por una organización racista de ultraderecha, cansada de la “generosa política de refugiados” del gobierno sueco. Wallander no es maniqueo, y siente “ciertas simpatías contradictorias por algunos de los argumentos xenófobos” que salen a la luz durante el juicio Wallander se pregunta: “¿Tenían el gobierno y el Departamento de Inmigración en realidad algún control sobre el tipo de gente que entraba en Suecia? ¿Quién era refugiado y quién un buscador de fortuna? ¿Era verdaderamente posible hacer una distinción?”
Con temas como la inmigración ilegal, la corrupción política y la aparición de violentos movimientos neo-nazis, Wallander es un policía a la usanza antigua que se convierte sin querer en testigo de la aparición de “un mundo nuevo que había surgido sin que él se hubiese dado cuenta”. Kart Wallander se pregunta: “¿Cómo iba a aprender a vivir en esta nueva era? ¿Cómo se maneja la enorme inseguridad que se siente ante los grandes cambios, que además ocurren demasiado deprisa?” Lo que Henning Mankell está narrando es, de manera específica, algo que el gran crítico esloveno Slavoj Zizek llama “la lenta y dolorosa decadencia del estado de bienestar sueco”. El éxito de Mankell se debe, entonces, a que la problemática local --Suecia ya no es la gran utopía social--, repercute en otros países de Europa y otras partes del planeta. Más allá de Mankell, la novela negra está en auge porque ha encontrado un modelo narrativo eficaz que le permite narrar la crisis de la sociedad capitalista en su estado más salvaje, tan competitivo como corrupto.
¿Algo más? Sí, la atmósfera, el escenario. Con Mankell nos encontramos ante un paisaje deprimente, de continuas nevadas, vientos huracanados, gris desolador en el cielo y temprana oscuridad en el invierno. Un paisaje ideal para las crisis existenciales en las películas de Bergman, crisis de las que no está exento Wallander, con su tendencia a la depresión y sus ataques de pánico (aunque, en Mankell, el problema existencial se halla subordinado al social). Se trata de un mundo muy provincial, muy particular. El “potente resurgimiento” de lo local se convierte para Zizek en un paradigma de los caminos que ha tomado el género policial en la aldea global: tenemos detectives catalanes, mexicanos, chilenos, tibetanos…
Los que todavía no han leído a Mankell harían bien en comenzar con Asesinos sin rostro, la más emblemática, eludir las más flojas (Los perros de Riga y La leona blanca), y seguir con La falsa pista, La quinta mujer y La pirámide, las únicas hasta ahora disponibles en español (editadas por Tusquets; de un par de ellas hay edición de bolsillo,en Quinteto). Los que saben sueco pueden leer la última novela publicada por Mankell, Innan Frosten (Antes de la nevada), en la que Linda, la hija de Kurt, hace su aparición como el nuevo detective principal de Mankell, Tenemos Wallander para rato.

Sunday, November 27, 2005

TRUMAN CAPOTE, A SANGRE FRIA


El pasado fin de semana Kara Borden, una chiquilla de catorce años, volvió a casa por la madrugada. Los padres la esperaban, molestos. Le pidieron a David Ludwig, el chico de dieciocho años con el que había salido, que no la volviera a ver. La discusión duró una hora. David se fue, y luego volvió con una escopeta y les pegó un tiro al padre y a la madre. Katelyn, la hermana menor de Kara, vio a David matar a su padre; luego corrió a encerrarse en el baño. Allí escucharía el disparo que dio fin con su madre. Poco después, David y Kara desaparecieron. A los dos días, David sería arrestado. La policía dice que Kara no deja de llorar. Todo el mundo coincide en que David era un buen muchacho. Buen estudiante, trabajador, fascinado por las computadoras pero poco interesado en videojuegos violentos. En suma: no tenía el perfil de un posible asesino.
En la historia de Kara y David se encuentran todos los ingredientes para una gran novela. Quizás hoy, sin embargo, el novelista que intentara escribirla no seguiría la conocida ruta de usar hechos reales como punto de partida para la imaginación. Hoy es cada vez más probable que el novelista decida dedicar un par de años a hablar con familiares y amigos de Kara y David, con policías y habitantes del pequeño pueblo de Lititz, Pennsylvania, donde ocurrió la tragedia. Si lo hiciera, deberá agradecérselo a Truman Capote, que, hacia fines de 1959, leyó en el New York Times acerca del asesinato a mansalva de las esposos Clutter y sus dos hijos en Holcomb, Texas, y tuvo una epifanía: ese “asesinato múltiple y sus consecuencias” sería el tema de su próximo libro. Ya conocemos el resultado: la publicación, en 1965, de su obra maestra, A sangre fría.
Truman Capote está hoy en todas partes. Capote, una película que es una suerte de “making of” de A sangre fría, acaba de estrenarse –con una excelente actuación de Philip Seymour Hoffman y Catherine Keener--, y nos convence de que el título de la novela debería, en realidad, leerse en dos sentidos: la sangre fría la tienen los asesinos, pero también Capote, tan interesado en la amistad de Perry y Smith como en su ejecución una vez que ya no los necesita y quiere un final para su obra. En unos meses se estrena otra película, Infame (con Toby Jones y Sandra Bullock en los papeles de Capote y Harper Lee). Hace poco se publicaron los Cuentos completos, y semanas atrás la tan bien escrita como anodina Summer Crossing, novela que Capote comenzaría a escribir a los diecinueve años y que luego abandonaría para escribir su primera gran obra, Otras voces, otros ámbitos. También hay novedades en la novela gráfica: Capote in Kansas, de Ande Parkes y Chris Samnee.
Hay varias razones para entender la sorprendente ubicuidad de Truman Capote hoy. Una de ellas tiene que ver con el hecho de que el género que él inventó, la “novela de no ficción”, es cada vez más importante. En la segunda mitad del siglo XIX, un escritor norteamericano llamado Edgar Allan Poe soñó buena parte de la literatura del siglo XX al inventar el género policial y el género del horror. Se puede, arriesgando un poco, argumentar lo mismo acerca de la importancia de Capote: en la segunda mitad del siglo XX soñó buena parte de la literatura del siglo XXI al inventar la “novela de no ficción”. Por supuesto, el siglo XXI recién comienza y es inútil especular qué caminos tomará su literatura. Las tendencias, sin embargo, indican que, sea cual fuera el camino que tome, uno de ellos tendrá a A sangre fría como punto de partida. En Capote, el escritor le dice a su editor en el New Yorker, William Shawn, que a partir de ese libro los lectores lo verían de otra manera. Shawn le responde que a partir de ese libro se escribiría de otra manera. ¿Algo exagerado? Cuatro décadas después, no tanto. La “novela de no ficción” es un gran subgénero de la cada vez más respetada y diversa “literatura sin ficción”. En la literatura contemporánea en español, la mejor novela de Ignacio Martínez de Pisón es Enterrar a los muertos, una obra “sin ficción”, y no es casualidad que el gran Rodolfo Walsh de Operación Masacre sea un escritor cada vez más relevante. Entre paréntesis: hubo muy buena literatura sin ficción antes de Capote, pero A sangre fría marca un antes y un después. Y está claro que la “no ficción” absoluta es imposible: siempre se cuela por allí, incapaz de dejar que prescindamos de ella del todo, la ficción (por ejemplo: hubo varios detectives que se ocuparon del caso Clutter, pero, en A sangre fría, en procura de darle mayor claridad narrativa al libro, Capote sólo se ocupa de Alvin Dewey).
Hay otras razones para entender la importancia de Capote hoy. Por ahora, menciono una más: A sangre fría es uno de los libros que explora de manera más profunda y abarcadora el lugar que ocupa la violencia en la sociedad norteamericana. Éste tema ha atareado últimamente a grandes directores (Lars von Trier en Dogville, David Cronemberg en Una historia de violencia) y escritores (Cormac McCarthy en No Country for Old Men). Todos ellos tienen algo que decir, pero ninguno roza la grandeza de A sangre fría. Por eso, cuando uno lee en los periódicos sobre el asesinato de los padres de Kara Borden y sobre el adolescente asesino David Ludwig en un pueblito de Pennsylvania, se pregunta cuál será el próximo hecho violento que hará olvidar a Kara y sus padres y David, o si estos personajes de un drama harto familiar en los Estados Unidos encontrarán por ahí a su Capote, alguien que sea capaz de condensar en la historia de sus vidas y sus muertes la tragedia de un gran país signado por la violencia.

(La ilustración ha sido tomada de salon.com)

Thursday, November 24, 2005


LA HORA DE PHILIP DICK


La maquinaria canónica oficial de la literatura estadounidense ha estado muy ocupada últimamente con los autores del género policial. Patricia Highsmith y Raymond Chandler son dos de esos escritores de “género” que en años recientes han sido reevaluados y reeditados en lujosas ediciones de papel biblia. Hoy, un escritor “serio” como Richard Russo puede decir, sin que nadie lo tilde de exagerado, que en una relectura de Chandler se pueden encontrar cosas más interesantes que en una de Hemingway.
Esta maquinaria canónica es más reticente con ese otro género de literatura popular, la ciencia ficción. Sólo eso puede explicar que la prestigiosa Library of America todavía no haya editado la obra de Philip Dick (1928-1982). Eso, sin embargo, es cuestión de tiempo: hace mucho que Dick ha dejado de ser un escritor de culto para convertirse en un escritor central de la literatura y cultura popular contemporáneas; un escritor canónico, más allá de cualquier posible limitación genérica, y más allá de cualquier necesidad de oficializar su importancia. Minority Report, la película de Spielberg y Cruise basada en un cuento de Dick, ha consolidado ese lugar central (Time acaba de elegir a Ubik entre las 100 mejores novelas del siglo XX, y Richard Linklater está terminando de filmar A Scanner Darkly).
Para quienes todavía no han leído a Dick, y lo conocen de oídas—o mejor, de vista, a través de adaptaciones cinematográficas de sus obras, como El cazador de androides (Blade Runner) o El vengador del futuro (Total Recall)--, el mejor lugar para comenzar a leerlo son sus cuentos. No sólo porque muchas de sus novelas son alargadas reelaboraciones de sus cuentos, sino porque Dick es un extraordinario cuentista. Uno se pregunta, al leer textos como “Adjustment Team” o “The Electric Ant”, lo que Borges se preguntó al recordar su primera lectura de Kafka: cómo fue que la gran mayoría de sus primeros lectores estuvo frente a la Revelación y no se dio cuenta de ello. ¿Quizás porque leían el cuento en el Magazine of Fantasy & Science Fiction y no en el exquisito New Yorker? ¿O acaso ocurrió que debieron pasar algunas décadas para que Dick pudiera ser entendido? Dick nunca quiso dedicarse a predecir el futuro, pero sí fue un gran adelantado.
Los mejores cuentos de Dick se hacen, de una u otra manera, las dos preguntas obsesivas que Dick se hizo durante toda su vida: ¿qué significa ser humano? Y ¿qué es la realidad? En ese sentido, uno de los cuentos más emblemáticos de Dick es “Imposter”, también llevado a la pantalla, final infeliz y todo (el Minority Report de Spielberg tiene un innecesario final hollywoodiense; el cuento es harto más siniestro). Spence Olham es un científico que trabaja en un proyecto secreto para el gobierno, hasta que un día es arrestado debido a que se cree que es un replicante de otro planeta, un espía infiltrado. Según el gobierno, el robot se había deshecho de Olham y tenía en su interior una bomba que luego haría detonar para destruir el proyecto. Olham no cree en lo que le dicen; sus angustiosas palabras podrían haber sido pronunciadas por muchos otros personajes de Dick: “Soy Olham. Estoy seguro. No me cambiaron por nadie. Soy el mismo de siempre”. Olham escapa, y su misión consiste en probar que es un ser humano y no un androide. Esto no es fácil: el robot ha sido construido de manera que nadie pueda percibir la diferencia. En un sorpresivo final que sólo puede llamarse “dickiano”, y que en realidad no es sorpresivo para quienes han leído una buena parte de la obra de Dick, la realidad se nos muestra como un falso constructo detrás del cual se encuentra… otro falso constructo: nada es lo que parece, y lo peor de todo es que las apariencias no encubren la realidad, sino otra capa de apariencia, y así sucesivamente, ad infinitum.
Si los paranoicos creen que una vasta y siniestra conspiración del gobierno es la que le impide al ciudadano común y corriente aprehender la realidad —tesis presente en un gran número de obras de la cultura popular, por ejemplo Los Expedientes X--, entonces Philip Dick era, como sugiere el crítico Brent Staples, un paranoico de paranoicos, alguien para quien el gobierno no era ningún gran culpable, y que sospechaba que en el fondo no había ningún gran culpable. Es cierto que en la obra de Dick se puede leer una crítica virulenta al sistema capitalista; más que el gobierno, son las corporaciones las que dominan el mundo, y, como en el cuento “Paycheck” —llevado de manera prosaica al cine por John Woo--, éstas son capaces de ofrecerle trabajo a un individuo por dos años, a cambio de borrar por completo esos dos años de su mente; el personaje típico de Dick es un oficinista de la clase media, mantenido por las corporaciones en una condición autista y amnésica (de ahí la paranoia). Pero, más allá del gobierno, y del desenfrenado capitalismo que representan las grandes corporaciones en la obra de Dick, Roberto Bolaño señaló, con razón, que “Dick escribe sobre La Entropía, con mayúsculas”. El mundo de Dick se desordena, va decayendo rumbo a su inexorable disolución final, y generalmente no hay, como en su novela cómico-metafísica Ubik, una fuerza divina en aerosol, capaz de contrarrestar ese decaimiento.
El tema de la confusión entre el ser humano y el robot aparece en otros cuentos de Dick —notablemente, en “Adjustment Team”, “Second Variety”, “The Electric Ant” y “We Can Remember It for You Wholesale”, base para El vengador del futuro—, y en novelas como Do the Androids Dream of Electric Sheep? (Blade Runner). En la sociedad en la que vivimos, en la que cada vez existe más interacción entre el ser humano y las máquinas, Dick sospecha que llegará un momento en que no se pueda distinguir entre un ser humano y una máquina. En el famoso test de Turing, propuesto por Alan Turing en 1950 para distinguir entre un ser humano y una máquina, uno se encuentra solo en una habitación, frente a las pantallas de dos computadoras. Hay dos entidades en otra habitación, que responden a las preguntas de uno; basado en las respuestas, uno debe decidir cual de las entidades es un ser humano, y cuál una máquina. El mundo de Dick asume que quien toma el test de Turing se equivoca casi siempre en su decisión; en la película Blade Runner, el cazador de androides Deckard averigua, por medio de un test, que Rachael es una androide; lo que no averigua del todo, y la novela y el Director’s Cut de Ridley Scott sugieren de manera brillante y perversa, es que Deckard es también un androide.
Dick era adicto a las anfetaminas, y algunos críticos sugieren que sus mejores novelas, las que escribió en el período que va de 1962 a 1966 —donde aparece la figura del replicante--, se deben a una liberación de energías creativas debido a las drogas. Algunos personajes de Dick necesitan drogas psicodélicas para enfrentarse al vacío de la realidad. Pero Dick sabía que en la vida misma uno no necesitaba drogas para alucinar; como dice un personaje en Ubik, “vivir es alucinar despierto”. Nuestro presente se parece mucho a las ficciones de Philip Dick, y por ello Rodrigo Fresán dice que Dick se ha convertido en un escritor realista/naturalista. De cualquier forma en que se lo lea, lo cierto es que Philip Dick se ha convertido en uno de los escritores fundamentales de nuestro tiempo. Ya llegará el momento en que la edición de sus obras en papel biblia hará asustar equivocadamente a más de uno: tendemos a igualar lo clásico a lo aburrido, a lo difícil. Pero ése ya es otro tema.

Sunday, November 20, 2005




LA CRISIS DE “BRET EASTON ELLIS”

La primera novela que leí en inglés fue “Less than Zero”. La había escrito Bret Easton Ellis, un chiquillo que rondaba los veinte años y se había convertido, gracias a ella, en la nueva sensación literaria y extraliteraria de los Estados Unidos de Reagan. Literaria, porque la historia de unos adolescentes privilegiados en Los Angeles, extraviados en el estupor de las drogas y el sexo casual con hombres y mujeres, tenía impacto: es difícil, por ejemplo, olvidar la escena de la fiesta, en la que los personajes se drogan mientras una pantalla proyecta un film snuff. Extraliteraria, porque Bret Easton Ellis era fotogénico, se codeaba con celebridades y llevaba una vida de excesos alcohólicos y lisérgicos que lo convertía en presa fácil de las revistas de chismes. Ellis era el cabecilla visible del Brat Pack, que incluía a escritores como Jay McInerney y Tama Janowitz. Se los admiraba, se los envidiaba, pero no se los tomaba en serio.
Un amigo me había recomendado “Less than Zero” no porque fuera alta literatura sino porque, como recién comenzaba a leer en inglés, le parecía que el libro de Ellis, de tan escueto vocabulario, no sería una lectura difícil. Era cierto: Ellis parecía haber escrito la novela con un diccionario de ciento cincuenta palabras. Si eso era la literatura en inglés, estaba preparado para ella (luego vino “Lord Jim”, y no pude pasar de la página cincuenta). En todo caso, la novela me gustó. Había un escritor allí, me dije. Luego, a principios de los noventa, vino “American Psycho”: ahora sí, un vocabulario admirable. Fue una novela muy leída por las razones equivocadas: ¡ah, la misoginia del escritor! ¡ah, su fascinación con la violencia sádica! Algunos se atrevieron a defenderla y aventuraron que “American Psycho” era la novela que mejor capturaba los excesos y la decadencia moral del capitalismo norteamericano de la década de los ochenta… No hubo caso: la fama de Ellis creció en proporción descendente a su reputación literaria. Los únicos que parecieron tomarlo en serio como escritor fueron Norman Mailer (que escribió en Vanity Fair el mejor ensayo que se ha escrito sobre Ellis) y algunos jóvenes escritores latinoamericanos que comenzaban a aparecer en el escenario.
Ha pasado una década y media, y ya se ha consolidado en los Estados Unidos otra generación --la de Moody y Chabon y Lethem--, que tiene más que ver con los cómics que con el ethos de sexo, drogas y pop del Brat Pack. Ellis no ha desaparecido: en los Estados Unidos se venden mil ejemplares de “American Psycho” al mes. Es un escritor popular, pero todavía no ha llegado el momento de su reconsideración literaria. Seguirá siendo un escritor infravalorado. “Lunar Park”, la novela que acaba de publicar, no ayudará mucho a la causa.
“Lunar Park” es desigual. Tiene un primer capítulo magnífico, treinta páginas en las que “Bret Easton Ellis” rememora sus veinte años de escritor público: “Los paparazzi me perseguían constantemente. Una copa derramada en Nell’s indicaba borrachera para los que escribían la Página Seis del New York Post. Una reunión inocua con Ally Sheedy para discutir un guión a la hora del almuerzo en Palio fue entendido como una relación sexual”. El escritor Ellis no perdona al vacuo personaje “Ellis” y lo destaza sin piedad cada vez que puede.
En una reciente entrevista con el New York Times, Bret Easton Ellis contó que la muerte de su amante Michael Kaplan, ocurrida hace un año y medio, provocó una crisis de la edad madura. Esa crisis fue el catalista para que terminara la novela. “Lunar Park”, en realidad, parece estar escrita a partir de esa crisis (parece, porque se trata de una novela autobiográfica falsa). “Bret” se encuentra muy arrepentido por todo lo que ha hecho, y también por lo que ha escrito, “American Psycho” en particular. Esto preocupa: pocas cosas duelen tanto como ver que, con el paso del tiempo, los rebeldes terminan domesticándose y volviendo al redil. Uno espera que el Bret de la vida real siga gozando con actores y actrices clase B en Manhattan y Los Angeles, y que el arrepentimiento sólo exista en la cabeza del Bret ficcional. Sin embargo, en las entrevistas, Bret Easton Ellis suena arrepentido de verdad.
Es cierto que todos los escritores son narcisistas, pero pocos se animarían a escribir una novela en la que se habla de la importancia de una novela del mismo autor. Hay un gran ejemplo de este tipo de literatura: “Negra espalda del tiempo”, en la que Javier Marías escribe sobre la forma en que el fantasma de “Todas las almas” se entrometía en su vida una vez publicada ésta. En todo caso, lo mejor es que los críticos y los lectores digan que “American Psycho” es una novela clave del fin de siglo, y que el autor guarde una prudente distancia al respecto. Bret Easton Ellis ha perdido esa distancia aquí. Es cierto que el primer capítulo es una autocrítica feroz. Debía haberse quedado allí.
Volvamos a la trama de la novela: para enrumbar su vida, “Bret” se casa con una antigua amante y se va a vivir con ella y sus hijos a una McMansion en los suburbios (él es el padre de uno de los dos hijos, que ahora tiene diez años). Pero está claro que las pesadillas y ansiedades del escritor lo perseguirán dondequiera que vaya: “Lunar Park”, de pronto, se torna en una novela de horror, escrita por alguien influido por Stephen King pero que no termina de tomar en serio a Stephen King. “Bret” no puede dejar ni las drogas ni las infidelidades, ve impotente como su McMansion se va convirtiendo en la casa de su infancia, lee en una tumba en el jardín el nombre de su padre muerto más de diez años atrás, y es perseguido por un adolescente que se disfraza como Patrick Bateman (el personaje de “American Psycho”). No es la casa la que está encantada; es el personaje “Bret”, sitio de las apariciones.
Bret Easton Ellis no ha perdido su gran capacidad para la sátira. Sus mejores páginas están repletas de sus observaciones sobre lo que significa ser padre hoy en los Estados Unidos (en el colegio de sus hijos, “Bret” escucha a un profesor decirle a los padres de un chico que sabe que éste tiene problemas porque los ornitorrincos que dibuja parecen más dementes de lo normal). La novela de horror fracasa porque es muy literal (si el gran tema es el intento de reconciliación con el padre muerto, uno no debería referirse tan obviamente a “Hamlet” y hacer que su personaje viva en Elsinore Lane y el mall más cercano se llame Fortinbras). El final, un homenaje a “Los muertos” de Joyce, conmueve y muestra, una vez más, que Ellis tiene todo para ser un gran escritor. Habrá que esperar un poco más.

Tuesday, November 15, 2005


KUNKEL Y LA GENERACION POST 11 DE SEPTIEMBRE


Ya nos habíamos acostumbrado a la generación norteamericana de David Foster Wallace, Rick Moody, Dave Eggers y compañía, y de pronto nos enteramos que ellos ya no son el último modelo; ahora los nuevos se llaman Jonathan Safran Foer, Nicole Krauss, Nick McDonnell y Benjamin Kunkel. Si la anterior generación es descreída, escéptica, irónica, y suele encontrarse de vuelta de todo, la nueva sigue siendo irónica pero ya no cree que eso sea suficiente: hay que comprometerse. Ante el fracaso de las grandes utopías de cambio social, los chicos de los noventa decidieron refugiarse en la juguetona distancia. Los de hoy piensan que del fracaso se puede aprender: lo importante es encontrar algo en qué creer. En cuanto a estética, los malabares posmo y meta de Moody y el resto lograron conmover más de una vez (en novelas como La tormenta de hielo, en memorias como A Heartbreaking Work of Staggering Genius), pero siempre hay en ellos ese deseo de impresionar, de mostrar su diversidad de recursos aunque sea gratuitamente, de asegurarse de que son los más inteligentes de la clase; uno se ríe con ellos, pero no de ellos. Kunkel y Safran Foer no son escritores de tanta pirotecnia verbal, y el tono más característico mezcla la seriedad con el orgullo de no tenerle miedo al ridículo. Está claro que, en los Estados Unidos, también en literatura hay un antes y un después del 11 de septiembre.
Indecision, la novela de Benjamin Kunkel que acaba de publicar Random House, es un buen punto de partida para entender a esta generación. Kunkel ha recibido reseñas positivas por haber logrado atrapar la voz, los impulsos conflictivos, las ansiedades de esos jóvenes a quienes el 11 de septiembre les llegó antes que la madurez. En estos tiempos hipermediáticos es muy difícil pensar que una obra artística sea capaz de abarcar, definir, atrapar a todo un grupo muy disperso de individuos de un país inmenso. Aun así, pocos artefactos culturales son tan capaces como la novela para captar el espíritu de los tiempos.
Dwight Wilmerding, el personaje central, es un joven de veintiocho años que sufre de indecisión crónica. Aunque escucha a Pavement y no a Nirvana, tiene la falta de ambición y la forma de vestir desaliñada de los grunge de una década atrás. Su pareja, Vaneetha, le dice: “Estás viviendo en un cliché, y ni siquiera un cliché nuevo”. Dwight piensa que “conocer que los clichés son clichés no te ayuda evitarlos. Uno tiene que vivir su experiencia como si nadie la hubiera vivido”. Ésta es una idea clave de la novela: han quedado atrás los días en que había que escapar de los clichés –en la literatura, en la vida—como si se trataran de la peste.
Para tomar decisiones importantes, Dwight debe tirar una moneda al aire. Gracias a la sugerencia de un amigo, decide probar Abulinix, una droga que promete librarlo de su indecisión. Casi al mismo tiempo, recibe una invitación de una holandesa que había conocido años antes en la universidad y a la que jamás había podido olvidar: la holandesa se encuentra en el Ecuador y quiere que Dwight la visite. Dwight viaja al Ecuador, la holandesa se escapa al verlo, pero se queda con él Brigid, la belga anticapitalista que le enseñará las verdades siniestras del neoliberalismo. Dwight decide acompañar a Brigid en su viaje por las selvas amazónicas del Ecuador.
No sabemos a ciencia cierta si las decisiones que toma Dwight una vez en Ecuador son producto del Abulinix, o si simplemente Dwight ha comenzado a emerger por sí solo de su abulia. Lo que sí sabemos es lo siguiente: el viaje a América Latina le sirve a un norteamericano para descubrir que vive en un sistema capitalista expoliador. No hay en la novela, en verdad, personajes latinoamericanos que puedan dar testimonio de esta expoliación; Indecision trata del viaje de un turista, un mochilero bien intencionado que sufre ante tanta pobreza y se conmueve ante la franca inocencia de los niños humildes (hemos quedado en que uno no puede escapar a los clichés).
En la selva ecuatoriana, Dwight recuerda, con remordimiento, que la noche del 10 de septiembre del 2001 la pasó drogado en Éxtasis, en una orgía con Vaneetha y sus amigos. A la mañana siguiente, todavía somnoliento, vio sin ver –sin creer— cómo dos aviones se estrellaban en las Torres Gemelas. La literatura sobre el 11 de septiembre va creciendo (Safran Foer en Extremely Loud and Incredibly Close, McDonnell en The Third Brother); Indecision es también parte de este subgénero, porque aunque el tema sea tratado tangencialmente, lo que le ocurre a Dwight en esa noche de fiesta y en ese sobrio despertar condensan su trayectoria vital en la novela (y la de una generación despertada bruscamente de su jolgorio).
El punto clave de la conversión de Dwight ocurre cuando, en la selva ecuatoriana, éste descubre los efectos depilatorios de la raíz de la bobohuariza y se le ocurre que podría comercializarla; Brigid le hace ver que con esa gesto no está haciendo más que continuar en la larga tradición de norteamericanos y europeos explotadores de los recursos naturales del Tercer Mundo. En esta parte de la novela, las largas parrafadas en las que Brigid le explica a Dwight cómo funciona el sistema capitalista neocolonial son didácticas, inverosímiles como parte de un diálogo: “Es deprimente que Sudamérica siga en lo mismo de siempre: recursos naturales, mano de obra barata”. Deprimente, en verdad.
Al final de la novela, Dwight se ha convertido al socialismo y termina en Cochabamba, Bolivia, en una ONG, escribiendo notas de prensa en defensa de los derechos económicos de los trabajadores. No hay aquí nada de ironía: Dwight cree, tiene fe. Es un ser generoso y lleno de esperanza, capaz de comprometerse con los explotados. ¡Ah, las buenas intenciones! Dwight es una gran persona, pero eso no es suficiente para hacer de Indecision una gran novela.
Scott Rudin, productor de El show de Truman y Los Tennenbaum, acaba de pagar un millón de dólares por los derechos de Indecision. La inevitable ironía: tanto dinero por una novela acerca de alguien que descubre las maldades del capitalismo y termina de jefe de prensa de Evo Morales.

Saturday, November 12, 2005


LA LINTERNA DE PIGLIA

Leí El último lector , el nuevo libro de Ricardo Piglia, como debe leerse, de un tirón, un martes por la tarde, en un tren que iba de Lérida a Barcelona. Había otros escritores en el tren (volvíamos de un congreso). Alberto Fuguet leía a Javier Cercas (I’m hooked, me dijo), La velocidad de la luz, una novela sobre la aventura que significa escribir novelas; Juan Villoro, junto a la ventana, también leía El último lector (cuando lo fui a saludar, descubrí que mientras yo estaba en la página 94, él ya había llegado a la 115).
El proyecto literario de Piglia consiste en hacer crítica desde la ficción, y en darle un fluir narrativo a su discurso crítico. Esa fluidez con que el escritor argentino trabaja los géneros ha producido resultados sorprendentes: algunas de las mejores páginas de reflexión crítica sobre la relación entre Borges y Arlt en el sistema de la literatura argentina se encuentran en una novela, Respiración artificial; El último lector (Anagrama) es un ensayo, y a la vez una de las narraciones más apasionantes que se pueden encontrar hoy en las librerías.
Piglia lee como leía el gran crítico Eric Auerbach: haciendo que un detalle –la cicatriz de Ulises, digamos— revele todo un período cultural. El título de uno los ensayos de El último lector nos remite a esto: “La linterna de Anna Karenina”. La luz de la linterna se puede tomar como el símbolo del trabajo del crítico: ilumina la oscuridad del texto, encuentra su sentido. Piglia, en esto, es un lector tradicional: no se cree todo ese discurso posmo acerca de que los textos son indecibles, están cargados de contradicciones que hacen imposible descubrir su sentido, si es que lo tienen.
Piglia lee “las representaciones imaginarias del arte de leer en la ficción”. Aparecen en su texto diversos autores clásicos –desde Kafka a Borges, pasando por Philip Dick— y textos canónicos en los que los personajes centrales aparecen leyendo: Don Quijote, Madame Bovary, Anna Karenina. Preguntarse por el lector, sugiere Piglia, es preguntarse por la literatura. Si se lee el tan antologado cuento de Cortázar, “Continuidad de los parques”, es para mostrar cómo este texto sugiere algo muy diferente a lo que sugería Madame Bovary: “no se trata de leer en un libro una vida posible que se pretende alcanzar, sino de leer en un libro la propia historia, la letra del destino”. Aunque buena parte de los ensayos discurre por caminos ya conocidos –el detective de Poe como un nuevo tipo de lector; ya no un Don Quijote cuya frecuentación de los textos conduce a la locura, sino un hombre moderno, alguien que lee la sociedad para interpretarla usando la razón--, Piglia, en la elaboración de su genealogía de lectores, traza conexiones insospechadas y siempre novedosas entre los textos. De paso, en sus digresiones siempre se encuentran perlas: “la legendaria indecisión de Hamlet podría ser vista como un efecto de la incertidumbre de la interpretación, de las múltiples posibilidades de sentidos implícitas en el acto de leer”.
De todos los ensayos que componen el libro, el más audaz y original es “Un relato sobre Kafka”. En este tour de force de la reflexión crítica, Piglia lee las cartas de Kafka a Felice Bauer como la forma en que éste se afirma en su escritura; hasta ahí no hay nada nuevo. Lo interesante es ver la importancia que Piglia le da a la frase de una carta de Kafka a Felice, fechada el 12 de octubre de 1912, en la que recuerda un detalle de cuando la conoció: “Dijo usted en efecto que le gustaba copiar manuscritos, que, de hecho, en Berlín, copia usted manuscritos para no sé qué señor”. Kafka escribe a mano, en un período de transición en el que la máquina de escribir es todavía vista con desconfianza por muchos escritores. Kafka se fija en Felice “para siempre” cuando descubre que ella es una mecanógrafa, una copista. Piglia nos recuerda que las Obras Completas de Kafka constan de 3.500 páginas escritas a mano, llenas de anotaciones, y sólo 350 páginas “pasadas en limpio y enviadas al editor”. Kafka era muy consciente de lo que costaba “salir de la versión solitaria y nocturna hacia la versión final, ir del manuscrito al original y a la copia”.
Cuarenta años antes de Kafka, Nietzsche se jactaba de ser el primer filósofo que escribía a máquina. Algunos críticos incluso han sugerido que el estilo aforístico de Nietzsche comienza cuando él pasa de escribir a mano a hacerlo a máquina. En uno de sus aforismos parece referirse a esto: “Nuestras herramientas trabajan en nuestros pensamientos”. No es lo mismo escribir a mano que a máquina, Kafka lo sabía muy bien: él escribía a máquina en la oficina --relacionaba esa herramienta de trabajo con lo anónimo, lo despersonalizado— y escribia sus cartas, su diario y sus ficciones –es decir, su literatura— a mano. Por eso Kafka, sugiere Piglia, no ve en Felice a una esposa sino a una gran lectora, un ser dedicado a leer sus manuscritos y a pasarlos a máquina. Cuando la relación ya se ha enfriado, Kafka escribe en su diario el 24 de enero de 1915: “Tibia petición de que le permitiera llevar un manuscrito y copiarlo”.
Ricardo Piglia escribe: “En una novela alguien lee una novela: esas cosas le gustaban a Borges”. Piglia lee los textos en busca de lectores imaginarios y cuando escribe está siempre buscando escritores; esa tarde de martes Juan Villoro, Alberto Fuguet y yo, en el tren, leíamos libros en el que alguien leía a otros lectores o en el que alguien escribía en busca de escritores: esas cosas le gustan a Piglia, se me ocurrió pensar, pero no lo dije.

Thursday, November 10, 2005



EL CINE DE WONG KAR-WAI



Hace algunos años, uno de mis alumnos de postgrado me preguntó si no quería ir a ver una película de Wong Kar-wai, Happy Together. El nombre del cineasta no me sonaba, pero me llamó la atención que la película transcurriera en Buenos Aires, así que acepté. Happy Together me gustó tanto que me quedé a ver la segunda película de la noche, también de Kar-wai: Angeles caídos. Ésta no sólo me gustó, sino que me fascinó. Comencé entonces a mencionar a quien pudiera el nombre de este cineasta nacido en Shanghai en 1958 y cuya familia emigró a Hong Kong cinco años después. Corría 1997 y pocos habían oído hablar de él, a pesar de que su primera película, As Tears Go By, había triunfado en la Semana de la Crítica de Cannes en 1989; era un gusto aparte ser uno de los escasos miembros del culto de Kar-wai. Incluso lo mencioné en una novela que publiqué el año 2000 (Sueños digitales), para darle a uno de mis personajes un toque cool.
Todo comenzó a cambiar ese mismo año, con el éxito de Deseando amar, la nueva película de Kar-wai. Su selección al Oscar al Mejor Film Extranjero terminó por consolidar al cineasta de Hong Kong como un director de primera línea, bien recibido por la crítica en todas partes y con un moderado éxito de público. Si yo hubiera sido un snob cultural de verdad, creo que ése habría sido el momento de marcharme como un amante despechado, en busca de otro culto más secreto (digamos, a esas alturas, el de Michael Winterbottom). No pude hacerlo, y esperé con paciencia durante cuatro años la llegada de 2046. No he sido defraudado. Sigo teniendo una debilidad especial por Angeles caídos, pero reconozco que 2046 funciona como una summa de toda la obra de Wong Kar-wai hasta ahora.
Es muy difícil resumir 2046. Aquí va un intento: Tony Leung, el actor fetiche de Kar-wai (ha estado en seis de sus ocho películas), interpreta a Cho Mo Wan, un escritor que regresa a Hong Kong después de vivir unos años en Singapur. Mo Wan se topa con una mujer de su pasado y al ir a buscarla a su hotel y no encontrarla, se queda en éste cuando descubre que el número de la habitación de esta mujer es el 2046. Ese número le recuerda a Su Lizhen, la mujer por la que se había ido de Hong Kong en primer lugar, en su inútil intento por olvidarla. Mo Wan se queda a vivir en la habitación 2047. Por su vida irán desfilando diferentes mujeres –la conocida Gong Li y varias bellezas del pop cantonés, como Faye Wong--, a las que es incapaz de amar, atrapado como está por el fantasma de Lizhen. Mientras tanto, para exorcizar su pasado, el escritor escribe una novela futurista titulada 2046, en la que un tren viaja hacia el año 2046, donde hay un hotel en el que se puede recuperar la memoria perdida. Nadie ha vuelto del futuro, excepto un japonés, que se ha enamorado allá de una androide incapaz, como Mo Wan, de expresar sus sentimientos en el momento adecuado.
Los que han visto Deseando amar notarán ciertas cosas familiares. 2046 es el número de la habitación donde se encontraban los amantes Tony Leung y Maggie Cheung. Leung, de hecho, interpreta al mismo personaje, aunque ahora el escritor de novelas de artes marciales se ha convertido en uno de ciencia ficción y se encuentra en una fase distinta de su vida. Hubo un momento en que ambas películas se estaban rodando al mismo tiempo, y en el que Kar-wai anunció que 2046 sería una continuación de Deseando amar. No lo es, aunque Kar-wai considera a ambas una sola película: “La película anterior trataba del deseo de tener un amor que no se consigue, por lo que allí hablaba del ‘antes’ de que sucediera nada. En 2046 hablo del ‘después’, de cómo se recuerda aquel vacío… Las dos películas describen movimientos de dirección opuesta. Deseando amar hablaba de la relación entre dos personas. 2046 trata de un hombre que está siempre como bailando con una sombra, quiere volver a encontrar a una mujer que se ha convertido en una imagen con la que compara a todas las que encuentra”.
Los grandes y proustianos temas de Kar-wai son familiares: el tiempo como una herida, la memoria como imaginación. Lo que impresiona es, como lo ha visto muy bien el crítico español Antonio Weinrichter, cómo Kar-wai logra unir en su estética cosas aparentemente dispares: personajes introspectivos, de gran calado romántico, casi anacrónicos en el cine que se hace hoy, en medio de una textura visual llena de luces y colores brillantes con muchos guiños al paradigma contemporáneo del video-clip. La música ocupa también un lugar central: muchos ritmos latinos (mambo, cha-cha-cha), Nat King Cole, fragmentos de óperas (Madame Butterfly, Tannhauser), y canciones de películas (Truffaut, Fassbinder). Toda esta música remite a Kar-wai a su propio paraíso perdido, aquel en el que ya ha ambientado tres películas, incluida 2046: el Hong Kong de los sesenta. Fue en esa década que el cineasta descubrió los leitmotifs de 2046: el cine, la ópera, la música latina. Fue también en esa década que descubrió la literatura latinoamericana, sobre todo dos autores: Puig y García Márquez. De ellos, Kar-wai ha dicho: “posiblemente mi forma de contar las películas sea culpa suya”.
“Así vamos, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”, escribió Scott Fitzgerald al final de El gran Gatsby. En 2046, Wong Kar-wai ha convertido el bote en un tren, pero el espíritu es el mismo: vamos hacia el futuro, pero en el fondo nos dirigimos hacia nuestro pasado. 2046 simboliza muchas cosas para el cineasta: “una especie de utopia”; “casi un paraíso perdido”; “el ahora”. Puestos a encontrar símbolos, también podemos pensar en uno político: 2046 es el año en que Hong Kong pasará definitivamente a ser parte de China.

Tuesday, November 08, 2005


LOS COMICS


Estaba leyendo The Sandman en el gimnasio cuando un señor se acercó a decirme con aire travieso: "Me imagino que es un cómic para adultos". Sonreí y asentí; había olvidado que todavía no era común que un adulto se hiciera ver leyendo historietas. Algo avergonzado, intenté explicar que el autor de The Sandman era el inglés Neil Gaiman, cuya novela Anansi Boys estaba en el primer lugar en la lista de libros más vendidos del New York Times. También le dije que uno de los admiradores de esa obra cumbre del género fantástico era Norman Mailer y que Borges habría elogiado la compleja mitología que Gaiman había creado en torno a Sueño y su hermana Muerte. Satisfecho con mi explicación, el señor me dejó tranquilo.

Luego me puse a pensar en lo timorata que había sido mi respuesta. Debía haber dicho que me gustaba leer cómics y que además estaba orgulloso de ello porque los cómics están atravesando un gran momento de creatividad. Soy de los que cree que nuestro deseo de narrar historias trasciende las formas artísticas y los medios, y que a veces uno puede saciar ese deseo leyendo una novela de Proust, viendo una serie televisiva como Invasión o una película como El Padrino, o leyendo/viendo un cómic de Gaiman. Tiendo, sobre todo, a leer cuentos y novelas porque la literatura me llena más que otras artes, pero ésa es otra historia.

Los cómics se han puesto de moda y ya no están dibujados pensando sólo en un público adolescente. Incluso han comenzado a cambiar de formato y ahora aparecen en las librerías con tapas duras y el nombre más pretencioso de "novelas gráficas" (los dos volúmenes de Persépolis, de Marjane Satrapi, acaban de ser publicados en una edición de lujo). Algunas de las películas de más impacto en los últimos meses han sido adaptaciones de "novelas gráficas" (Sin City, Una Historia de Violencia), y la revista Time acaba de incluir entre las cien novelas más importantes del siglo XX, junto a obras de autores como Faulkner y Naipaul, al cómic The Watchmen, de los ingleses Alan Moore y Dave Gibbons. Lev Grossman lo justifica señalando que The Watchmen es "una obra de descarnado realismo sicológico, un gran logro de la novela gráfica, pero una obra maestra en cualquier medio" (Time no es el lugar más adecuado para la canonización de obras literarias, pero al menos sirve para tomarle el pulso a los cambios culturales).

Los grandes maestros vivos del cómic son Crumb y Art Spiegelman; a ellos se suman los mencionados Satrapi, Moore y Gaiman, además de Chris Ware, autor de Jimmy Corrigan, la novela gráfica admirada por escritores como Dave Eggers y Zadie Smith. De todos ellos, me quedo con Moore. Moore es muy admirado por The Watchmen; su influencia se puede ver, de acuerdo a Jeff Jensen en Entertainment Weekly, en las obras de directores de cine de la nueva generación (Joss Whedon, Darren Aronofsky, Richard Kelly), en películas y series televisivas muy populares (Buffy, Perdidos) y, por supuesto, en los cómics (Planetary, la obra de Gaiman). The Watchmen es una sofisticada deconstrucción de la figura icónica del superhéroe. Moore fue aquí el primero en ofrecer una mirada revisionista de este "vigilante" individualista, en encontrar el lado frágil, vulnerable, de su existencia; sin él no se podría entender Los Increíbles y tampoco las nuevas versiones cinematográficas de Batman y El Hombre Araña.

La otra obra clave de Moore es V de Vendetta, cuya adaptación cinematográfica, con un elenco que incluye a Natalie Portman, se estrenará pronto. V de Vendetta, escrita y dibujada a mediados de los '80 -con Thatcher en el gobierno-, está ambientada a fines de los '90, en una Inglaterra gobernada por los fascistas. En medio de una atmósfera opresiva que incluye campos de concentración y esloganes sobre el triunfo de la raza aria, V lucha contra el fascismo y sirve de ejemplo para que sus conciudadanos se animen a cuestionar al gobierno. A diferencia de los superhéroes de los cómics norteamericanos, V no es perfecto; sus métodos de lucha contra el totalitarismo son cuestionables, pues no son diferentes de los de un terrorista: a V no le tiembla el pulso a la hora de destruir el Parlamento con una bomba. Sin embargo, el contexto justifica sus métodos. Los dibujos de Lloyd, en los que domina el claroscuro (más lo oscuro que lo claro), son ideales para captar el ambiente pesadillesco de la novela de Moore. A Moore el éxito todavía no se le ha subido a la cabeza: insiste en que él sólo es un guionista de "cómics", e incluso prefiere no utilizar esa definición con mayor peso, "novela gráfica".

Para América Latina, la pregunta es la siguiente: ¿quién será el que se atreva a decir que el Eternauta de Oesterheld ocupa un lugar privilegiado no sólo en el medio de la novela gráfica, sino en la novelística latinoamericana del siglo XX? Por lo pronto, nada timorato, yo me atrevo.